domingo, 28 de noviembre de 2021

Vacancia


Creo que hay presidentes que no deben permanecer en el cargo. Castillo parece ser uno de ellos. Pero nuestra historia reciente muestra que los procesos de destitución basados en la llamada “incapacidad moral” causan estragos que exceden la medida de cualquier solución equilibrada para problemas de desgobierno.

Los pedidos de vacancia por incapacidad moral tienen un sentido claro. Nos guste o no, expresan la muy escasa resistencia que nuestro sistema institucional ofrece cuando un gobierno no tiene una mayoría propia en el Congreso o no puede, no quiere o no sabe cómo conformar una. No hemos tenido presidentes con alguna de estas mayorías desde el 2016 y han sido cinco en el periodo. En teoría un presidente sin mayoría podría compensar esa carencia incrementando intensamente su legitimidad “en la calle”. Pero las mayorías en el Congreso han aprendido a desengancharse de la ciudadanía. Entonces “la calle” tampoco basta, no en primera instancia, para sostener un gobierno que no tiene mayorías parlamentarias.

La sostenibilidad no es un derecho que se adquiera automáticamente por haber ganado las elecciones.

Como si esto fuera poco, la incapacidad moral ha perdido en el camino toda referencia a fundamentos fuertes que delimiten su significado. La incapacidad moral, como construcción, ha sido vaciada casi por completo de contenido en este periodo. El Tribunal Constitucional perdió una oportunidad valiosa para revertir este proceso en noviembre 20, cuando decidió no revisar el primer proceso por vacancia de los dos que se plantearon contra Vizcarra. El intento del gobierno por reformar al mismo tiempo el proceso por vacancia y las condiciones que autorizan cerrar el Congreso no parece estar ahora en la agenda política.

En los hechos entre nosotros es posible destituir un presidente cuando la mayoría logra reunir, en el primer o en el segundo intento, 87 votos. O confrontarlo en el pleno cuando se logra 52.

La vacancia ha terminado siendo una simple cuestión de votos.

Sin embargo es imprescindible notar que la destitución de un presidente por mayoría no asegura que su reemplazante pueda sostenerse en el gobierno. El caso Merino y las movilizaciones de noviembre 20 lo demuestran. La erosión que causa este tipo de destitución puede llegar a ser tan grande que el simple cumplimiento de las formas del procedimiento de investidura del presidente de reemplazo no basta para asegurar su sostenibilidad. El sistema institucional en estos casos puede quedar convertido en un enorme agujero negro vaciado de referencias morales. Entonces no tiene sentido ingresar a un ciclo como este sin haber construido previamente una legitimidad alterna que convierta el ciclo completo en un proceso de transición en forma.

Merino creyó que para sostenerse bastaba con seguir las formas en su designación. Enorme error. Una presidencia de reemplazo debe construirse políticamente y con extremo cuidado. La construcción de una legitimidad alterna verdaderamente convocante debe ser reconocida como condición necesaria para encarar de manera equilibrada la destitución de un presidente en ejercicio.

Sin haber construido esa legitimidad alterna, aproximarse a una destitución carece de sentido.

Preferencias aparte, los periodos de Paniagua y Sagasti, aunque cortos en duración, muestran que el sistema institucional admite correcciones. Pero respaldadas en procesos de construcción institucionalmente equilibrados.

Enorme paradoja. El doble juego que permite cerrar el Congreso y vacar al presidente por simple acumulación de votos proviene de la Constitución de 1993. La misma que determinados sectores de nuestra comunidad pretenden presentarnos como si fuera un factor de estabilidad institucional.

Publicado en La República el 28 de noviembre de 2021

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