miércoles, 9 de noviembre de 2005

El debate que comienza



El debate que comienza
César Azabache Caracciolo

Sería impertinente que Fujimori abriera su caso proclamando su inocencia. Los tribunales de extradición no actúan como tribunales penales, de modo que a ellos no les corresponde discutir si el requerido es o no culpable de los cargos por los que se le acusa. Los tribunales de extradición actúan como una suerte de cortes de audiencias preliminares, en las que se discute si el Estado requirente tiene o no derecho a llevar a juicio al requerido. Y este derecho no depende de que tenga ya ganado el caso, sino de que pueda exhibir razones para intentarlo.
            La pregunta básica del proceso es entonces esta: ¿Una fiscalía chilena haría lo mismo que las fiscalías peruanas si tuviera ante sí la misma cantidad de pruebas en contra de un ex mandatario?
            Las teorías legales que Fujimori ha exhibido hasta este momento no van a servirle en este debate. Su defensa ha sostenido, con diferentes matices, que en el Perú Fujimori sería condenado aunque no lo merezca, sin contar con ninguna oportunidad real de defensa. A favor de esta teoría Fujimori puede exhibir –no reconocerlo sería, en mi opinión, un acto de ceguera- una limitada, pero importante lista de medidas judiciales y parlamentarias innecesarias, confusas, difíciles de explicar o discutibles, las más visibles adoptadas en perjuicio de algunas personas que conformaron su gobierno o su bancada  parlamentaria ¿Alcanza esto para demostrar que los casos contra el ex mandatario son insostenibles? Sinceramente, no lo creo. El sistema anticorrupción tiene, como todo sistema judicial, un importante número de asuntos discutibles y errores que deben asumirse. Pero de ahí a considerarlo algo semejante a los tribunales sin rostro, hay una enorme distancia.
Se discute si los tribunales anticorrupción ofrecen verdaderas posibilidades de defensa a los acusados. Al margen de mi propia opinión, creo que el debate es impertinente en este caso. A consecuencia de su condición de ex mandatario Fujimori no está requerido por estos tribunales, sino por la Corte Suprema. La misma Corte Suprema, hay que decirlo, que acaba de absolverlo en el caso Mobotec, que ha admitido a debate las objeciones de su defensa contra los abogados de oficio y que ordenó su detención sólo después del levantamiento de su inmunidad y de su autoexilio en el Japón. En estas condiciones, creo, es difícil que un tribunal imparcial admita que su detención o los procesos en su contra son exclusivamente resultado de venganzas políticas.
Pero además ¿podría algún tribunal en el mundo poner en duda que un Estado tiene derecho a llevar a juicio a un ex mandatario cuando su principal asesor ha terminado envuelto en crímenes como los que cometió Montesinos? Montesinos no ha sido acusado por uno o dos fraudes, sino por casos que van desde desviaciones sistemáticas de fondos del Estado hasta violaciones a los derechos humanos, y comprenden un periodo que cubre casi una década ¿Puede el principal asesor de un mandatario hacer todo esto sin involucrar al Jefe de Estado?
El debate no es sencillo. Esta cuestión estuvo en la base de los casos Pinochet y Contreras en Chile; ha estado en al base de los casos de la dictadura Argentina; está en la base de los principales juicios contra los ex mandatarios de Ruanda y Yugoslavia y es la principal cuestión a discutir en los juicios por corrupción en todo el mundo ¿Qué tiene que probar el Estado? Que en el derecho comparado existen reglas claras y precisas que permiten llevar a juicio a un ex mandatario en estas circunstancias; que las reglas de derecho penal vigentes en el Perú para estos casos (en nada semejantes a los de Borobbio y Calmell del Solar por cierto) no son esencialmente distintas a las chilenas, y que la cantidad de pruebas que hasta ahora se ha reunido en contra del ex mandatario responde los estándares habituales que exige el derecho comparado para llevar a juicio a un ex mandatario.
En estas condiciones, aunque no se juegue aquí la partida final, esta vez las dos partes de la controversia se juegan la primera batalla por el reconocimiento definitivo de su credibilidad internacional.