domingo, 26 de agosto de 2007

Lo que ahora le toca hacer a la justicia




Sobre lo que ahora hay que hacer
César Azabache Caracciolo

El fallo de la Corte Suprema de Chile cierra el debate sobre la legitimidad del proceso. Los tribunales chilenos han reconocido que el Estado peruano tiene derecho a sentar a Fujimori en el banco de los acusados. Lo que viene ahora es entrar ya al detalle de cada caso y volver a mirar las evidencias reunidas. Y es que no es lo mismo considerar justificado el proceso que considerar probados los delitos.

La prueba de un caso penal es un asunto de convicción. Hay diferencias de grado o medida entre lo que se requiere para llevar a alguien a juicio y lo que se requiere para condenarle. Si usamos la escala del uno al cien, podríamos decir que para llevar a una persona a juicio se requiere prueba como de cincuenta. Pero para condenarle, la prueba debe llegar hasta cien. La condena requiere la máxima prueba posible de un caso, y esta prueba sólo se alcanza cuando se lograr eliminar toda duda sobre la culpabilidad del acusado. Las reglas del procedimiento impiden condenar a alguien cuando existe por lo menos una razón seria para dudar de la acusación. Por eso las mismas pruebas que justifican llegar a juicio pueden, luego, ser consideradas insuficientes para apoyar una condena. Y es que los testimonios y las evidencias a veces parecen más fuertes en el papel que en el escenario de un juicio.

Ahora bien ¿cómo se prepara un juicio de este tamaño? Las leyes del procedimiento permiten que los casos sean reorganizados antes del inicio de las audiencias para simplificar las cosas. Podríamos entonces tener no siete, sino dos grandes juicios contra Fujimori: Uno por los casos de corrupción que se ha presentado en su contra (entre ellos, la indemnización a Montesinos antes de su fuga y el robo de los vídeos en poder de Trinidad Becerra) y uno por los casos sobre violaciones a los derechos humanos. En el caso de la indemnización de Montesinos y en el caso del robo de los videos se anuncia la presentación de evidencias directas sobre el comportamiento personal de Fujimori. Estos casos pueden ser, entonces, los más sencillos desde el punto de vista de las pruebas. En los casos sobre derechos humanos se anuncia un debate basado en evidencias indirectas o circunstanciales y se anuncia también un debate sobre las reglas de responsabilidad penal que deben aplicarse a un ex mandatario. Esto hace que estos casos sean relativamente más difíciles de sostener. El tipo de pruebas y las reglas en discusión hacen, entonces, una primera diferencia fundamental que justifica la separación de estos casos.

También hay diferencias en el debate sobre las indemnizaciones a discutir. En los casos de corrupción la indemnización que debe solicitar la Procuraduría se construye a partir del monto de fondos del tesoro desviados por Montesinos. En los principales casos de derechos humanos las indemnizaciones se organizan en función a las condenas que la Corte Interamericana ha impuesto al Estado y en las reclamaciones que víctimas de los casos no resueltos puedan demandar.

En los debates sobre los casos de derechos humanos probablemente la defensa de Fujimori va a sostener que las evidencias circunstanciales son insuficientes y que las declaraciones informales de los Colina, o las declaraciones de los colaboradores con la justicia no pueden ser usadas como pruebas. La Fiscalía en cambio deberá probar que la posición que ocupó Fujimori como Jefe de Estado hacía imposible que los crímenes se organizaran sin su intervención, autorización o aquiescencia. En los debates sobre indemnizaciones, en cambio, la defensa no va a poder negar la dependencia entre Fujimori y Montesinos, y esa dependencia es determinante para hacer al ex mandatario responsable por los daños causados.


Lo esencial ahora, es asegurarnos que el juicio sea organizado adecuadamente. Sería un desperdicio que el juicio contra Fujimori se convierta en una secuencia insufrible de audiencias que se agoten en la lectura de papeles imposibles de comprender. Este juicio debe ser un espacio de debate abierto a todos, porque lo que se discutirá aquí va a determinar el modo en que veamos en adelante asuntos decisivos para organizar el poder y la justicia en el Perú. 

lunes, 16 de julio de 2007

La primera derrota



La primera derrota
César Azabache Caracciolo

Creo imposible negar lo que representa para la defensa de Fujimori haber ganado un primer rechazo de la extradición. Después del fallo del Juez Álvarez es preciso reconocer que estos casos movilizan, querámoslo o no, un nivel de consenso distinto al que movilizan los casos de Montesinos. Y es que si bien todos estamos de acuerdo en que deben responder por un delito aquellos que intervienen directa y físicamente en él, o aquellos que lo ordenan de manera clara e indiscutible, el fallo revela que no todos estamos de acuerdo en muchas otras cosas. No estamos de acuerdo en que también respondan los que, dado su puesto o cargo, debieron velar porque las cosas ocurran de manera distinta; aquellos que entregaron a los autores el poder que emplearon para actuar, o quienes no reaccionaron a tiempo para dejar en claro su distancia con el evento. En concreto, el fallo del Juez Álvarez revela que no todos estamos de acuerdo, como podríamos haber esperado, en que un Jefe de Estado responda como autor por los delitos más escandalosos que se pueda haber cometido durante su mandato. No todos estamos de acuerdo en que determinadas posiciones de mando como la del Jefe de Estado o la de un Jefe Militar, supongan deberes especiales que hagan responsables a sus titulares por lo hecho por sus subordinados. El fallo declara que el ser mandatario no justifica que se atribuya a Fujimori responsabilidad criminal por actos de esta clase. Y, dejando al margen otros asuntos como el uso de las reglas de prescripción en estos casos, este es el tema central de la discusión y será el tema central de la apelación ante la Suprema chilena.

El problema es entonces si existen o no criterios especiales para casos como el de Fujimori, o si los únicos criterios aplicables son los que corresponden a cualquier otro delito provocado por una persona común y corriente. Si, como lo hace el Juez Álvarez, negamos la posibilidad de emplear criterios especiales para el caso de los ex mandatarios, entonces la conclusión es evidente: Jamás habrá forma de llevar a juicio a Fujimori. Si la prueba que buscamos es la prueba de un caso común (como el que ocurre cuando Juan mata a María) y no hay nada más que buscar, entonces la defensa de Fujimori ganará el caso. Usando las reglas que corresponden a cualquier crimen común no se puede llevar a juicio a un ex mandatario como Fujimori por muchos de los hechos por los que se le persigue, los crímenes contra los derechos humanos por ejemplo. En cambio, si el Estado, en la apelación, logra que la Corte Suprema chilena admita que las reglas de responsabilidad que se debe aplicar a un ex mandatario son otras distintas a las que corresponden a los autores comunes de cada crimen, entonces la Sentencia del Juez Álvares será revocada y habrá un juicio en el Perú.

El problema entonces no se resuelve sólo discutiendo si hay pruebas o no hay pruebas contra el ex mandatario. Antes de ello hay que establecer cuáles son los parámetros que vanos a emplear, o lo que es lo mismo; qué intentamos probar y qué pruebas son las que buscamos.


            La defensa de Fujimori ha insistido en que las reglas sobre responsabilidad penal deben ser las mismas para cualquier persona. De primera mirada parecerían tener razón. Pero olvidan decir que las reglas sobre responsabilidad penal son las mismas para cualquiera siempre que desempeñe el mismo rol. Las reglas no son las mismas, es un ejemplo, si frente al caso de un ahogado comparamos al salvavidas que custodia una piscina con un simple transeúnte que contempla el lugar. No son las mismas si comparamos a quien custodia enfermos mentales con el visitante de un nosocomio. Ni son las mismas para el médico tratante y para un enfermero. Y tampoco pueden ser las mismas, en mi opinión, para un Jefe de Estado o para un Jefe Militar y para cualquier político u oficial de fuerzas de seguridad. Las reglas de responsabilidad dependen del rol que cada quien ejerce. Y el del Jefe de Estado no es, por cierto, un rol que pueda pasar desapercibido. 

jueves, 12 de abril de 2007

Más de seis años son demasiado



Más de seis años son demasiado
César Azabache Caracciolo

En estos días la Corte Suprema debe tomar su primera decisión en el caso del General (r) Chacón. La defensa alega que el General en retiro tiene más de 6 años en prisión. De hecho han pasado más de 6 años desde el que comenzó el proceso sin que se haya dictado sentencia y esto, sin duda, es grave. Cosas así no deberían pasar en nuestro medio. En el derecho comparado, el retardo en el juzgamiento de una persona puede provocar no sólo su liberación, sino incluso la anulación de todo el procedimiento seguido en su contra. La teoría predominante en esta materia asume que el Estado, que por definición es más fuerte que los acusados, debe asumir ciertos límites legales a la hora de presentar casos penales. El plazo razonable para llegar a juicio es, sin duda, una de esas limitaciones. El Estado tiene el derecho de llevar a juicio a los que sean sospechosos por un delito. Pero no tiene el derecho de mantener a una persona de manera indefinida bajo la amenaza de llevarle a la cárcel. La Corte Interamericana de Derechos Humanos, en el caso Suárez Rosero contra Ecuador, ha declarado ya que cinco años es un plazo excesivo para mantener abierto cualquier caso penal, tenga la complejidad que tenga (Sentencia de Noviembre 12, 1997). Nuestro Tribunal Constitucional, en el caso Bustamante Romaní, ha ordenado hace poco la conclusión de un procedimiento penal que llevaba abierto seis años, haciendo una declaración semejante (Sentencia de Julio 14, 2006).

            Y es que el tiempo no es un mero formalismo cuando se trata de la justicia penal. Los casos penales no tratan sólo sobre los problemas de posibles delincuentes. Los tribunales penales deben decidir sobre la responsabilidad y la libertad de los acusados. Pero a la vez deben establecer el significado de las prohibiciones más importantes que rigen la conducta de todos (no dañar, no defraudar, no corromper, entre otras). Los tribunales deben explicarnos claramente qué es justo y qué no es justo conforme a la ley. Además los tribunales deben demostrar claramente a los ciudadanos que el Estado es capaz de mantener el equilibrio entre dos necesidades antagónicas: De un lado castigar oportunamente delitos efectivamente cometidos, del otro controlar los excesos que, con buena o mala intensión, pueden cometer las autoridades contra personas inocentes. Ambos objetivos se perjudican si transcurre demasiado tiempo entre el descubrimiento del hecho y la Sentencia del caso. Y es que el paso del tiempo resta valor a los bienes que produce la justicia, como resta valor a todos los bienes que pueden depreciarse.

            El retardo en el procedimiento es un problema del sistema anticorrupción. Reconocerlo no implica atacar a nadie ni implica negar o cuestionar la enorme energía moral que han impreso al sistema muchos de los magistrados que lo integran y lo han integrado. Por el contrario, negarlo sería engañarnos. Además el retardo es un problema de todo el sistema de justicia penal. El retraso de los procedimientos ha provocado más de una crisis derivada de la liberación de acusados por delitos violentos y sin duda provocará nuevos problemas en el futuro.

Hay una serie de soluciones de política general que sin duda hay que adoptar. Pero caso por caso, el retraso debería provocar que se envíe al archivo las acusaciones que, por el paso del tiempo, ya no tengan sentido. Si, contando desde que se descubre el hecho, el Estado toma más de cinco años en llevar a juicio a una persona, probablemente no tenga un caso convincente que presentar. Si teniéndolo, no tiene interés en presentarlo, entonces es peor. En esas condiciones, dado cierto tiempo, los Tribunales deberían estar autorizados a ordenar que se presente el caso en el estado en que se encuentre, y de ser necesario, a poner fin al procedimiento sin más debates.

Un caso que se ha deteriorado por el paso del tiempo no es siempre producto de un abuso permanente. También puede ser producto de un fracaso que hay que reconocer responsablemente. De cualquier manera, ¿Para qué insistir en un asunto que no termina de convencernos o que no somos capaces de terminar de probar?