jueves, 23 de diciembre de 2004

La agenda pendiente



La agenda pendiente
César Azabache Caracciolo

El proceso anticorrupción iniciado el año 2000 forma un capítulo que debe ser entendido como resultado de las especiales condiciones en que ocurrieron las cosas. Habría sido ideal que el liderazgo comunicacional que ha ejercido la Procuraduría desde su instalación hubiera sido asumido por los Fiscales. Pero el Ministerio Público en noviembre del año 2000 estaba fuertemente debilitado, diría mejor dañado por las condiciones que le impusieron durante los noventa. Y como quedó claro a consecuencia de la crisis en el caso Guzmán Reynoso, todavía ahora las fiscalías no terminan de estar listas, por más esfuerzos que han hecho, para asumir por completo el papel que les toca como encargadas no sólo legales sino también morales, de la conducción de la pelea institucional contra el crimen organizado y la impunidad.

Pasa lo mismo con los tribunales especializados. Habría sido ideal que las Salas que juzgan todavía ahora a los acusados por sus relaciones con la organización montada por Montesinos no guardaran ninguna diferencia con los demás tribunales de justicia. Pero en noviembre del año 2000, cuando comenzó el primer proceso contra la mafia, los tribunales establecidos para casos como éstos pertenecían a la tristemente célebre Sala para Delitos Tributarios y Aduaneros, que tuvo que ser de inmediato desactivada y eliminada del sistema por los escándalos legales en que terminó involucrada. Tener una Sala intachable era entonces y es aún ahora, que no cesan los escándalos judiciales, un imperativo.

Pero no es así como deben pasar las cosas. Transferir la cuota de legitimidad y transparencia que acumulan a su favor la Procuraduría Ad Hoc, el equipo especial de fiscales para estos casos, y las Salas y Juzgados especializados es una tarea impostergable. ¿Por qué? Porque la condición de legitimidad de todo proceso que tiene algo de excepcional es que las autoridades que detentan poderes o cuotas de influencia relativamente extraordinarias sean capaces de renunciar a ellas y transferirlas a autoridades estables y permanentes. Claro, una transferencia como esta requiere que tales autoridades estables y permanentes existan. Crearlas o consolidarlas, como se prefiera, es nuestro principal reto pendiente.

Difícil. Difícil por las dudas que afectan la imagen de nuestro sistema legal. Pero impostergable sin queremos hacer madurar nuestra institucionalidad. Como país no podemos consolarnos con usar permanentemente al sistema anticorrupción como única reserva moral para asuntos legales. No es correcto desde el punto de vista de la política y del desarrollo de nuestra institucionalidad. Aunque parezca ingenuo, debemos intentar que todos los ámbitos del sistema judicial y legal puedan comenzar a impregnarse de la legitimidad que, más allá de crisis parciales, ha acumulado el sistema anticorrupción en torno a sí. Aunque resulte difícil, creo que el reto está aquí: En aprovechar lo ganado hasta ahora para poner en forma nuestra capacidad institucional de procesar en forma honesta nuestras crisis legales.

Y no es que no haya asuntos muy concretos que aún están pendientes. Antonio Maldonado asume el desafío de dirigir a un equipo que debe poner en su lugar la agenda de juicios pendientes. Ahí está el caso de las FARC, el caso de las compras de aviones y el caso de las transferencias de fondos al SIN, para enumerar sólo algunos. Pero quizá la tarea mayor sea esa: Comenzar a andar el camino hacia la búsqueda de nuestra propia estabilidad institucional.

jueves, 25 de noviembre de 2004

El problema real del caso Berenson



El problema real del Caso Berenson
César Azabache Caracciolo

Los abogados de Berenson Mejía han pedido que su defendida sea puesta en libertad. Su pedido no ha sido respaldado ni siquiera por la Comisión Interamericana (que es quien provocó el juicio). La Comisión pide un nuevo juicio, no la libertad de Berenson. Y explica su pedido recordando que Berenson fue enjuiciada antes de las reformas provocadas por la Sentencia del Tribunal Constitucional del año 2003 sobre las leyes antiterroristas. El Estado ha rechazado la necesidad de un nuevo juicio recordando que el procedimiento contra Berenson se desarrolló en el marco de la transición, en condiciones completamente distintas a las vigentes durante los noventa. Hemos recordado también a la Corte que las reformas del año 2003 no han afectado las reglas aplicadas al caso Berenson, que fueron las del delito de colaboración con el terrorismo. Un nuevo juicio entonces no es necesario. Pero aunque lo fuera, su desarrollo no provocaría más problemas de los que ya tiene la justicia antiterrorista, que debe revisar las condenas impuestas por los tribunales militares y por los tribunales sin rostro.

El problema real no está entonces en la muy poco probable liberación de Berenson ni en un eventual tercer juicio. Ni siquiera está verdaderamente en el debate sobre el alcance de las leyes antiterroristas. El problema se produce porque la Comisión ha propuesto a la Corte una teoría sobre las reglas de la prueba que puede debilitar al sistema más allá de lo que la propia Comisión ha notado. La Comisión sostiene que los tribunales ordinarios deben hacer un corte “claro y definitivo” con todo lo que la justicia militar hizo y obtuvo en el pasado. No hay problema con esto, asumido como está que para el derecho internacional los tribunales militares son inaceptables. Pero la Comisión pretende que este corte “claro y definitivo” significa que no se debe emplear ninguna de las pruebas obtenidas en el pasado. Aquí está el problema. El Estado ha explicado ante la Corte que no hay manera de enjuiciar hechos del pasado sin hacer referencia a las pruebas obtenidas en el pasado. Es tan sencillo como notar que no podemos volver a incautar la dinamita ni las armas que se incautaron durante la guerra. Las pruebas deben ser de nuevo discutidas. Eso es evidente. Pero no hay manera de hacerlo sin hacer referencia a lo que ya ocurrió.

El Estado ha demostrado a la Corte que en ninguno de los países que usualmente se usan como referencia del derecho comparado existe una regla como la que exige la Comisión. Para el Perú corresponde a los tribunales elegir, en el marco de procedimientos públicos, qué de lo que obtuvieron las autoridades durante los noventa puede ser usado nuevamente y qué debe ser descartado por razones legales. Pero el tema es sumamente complejo. Lo que diga la Corte en la Sentencia debe ser tomado con extremo cuidado, y probablemente sea discutido ante la propia Corte en vistas de una eventual sentencia de interpretación.

jueves, 18 de noviembre de 2004

¿Cómo acusar a Guzmán?



¿Cómo acusar a Guzmán?
César Azabache Caracciolo

La anulación del primer juicio contra Guzmán abre una oportunidad que no se puede desaprovechar. El país reclama una acusación que corresponda a lo que todos sentimos que representa el terrorismo. Y está claro que esa nueva acusación no puede tener la dimensión que tuvo la presentada por el caso César Vallejo.
El caso que acaba de concluir no representaba lo que todos esperamos como “la” acusación del Estado contra Guzmán. Un caso como ese no es adecuado para iniciar el debate moral que necesitamos sobre la responsabilidad del terrorismo. Desde el punto de vista legal, dudo además un juicio de ese tipo hubiera podido justificar el debate sobre la cadena perpetua para Guzmán. En estas condiciones ¿qué hubiera pasado si el juicio hubiera continuado hasta el final? El tribunal habría tenido que considerar probado que Guzmán es jefe del senderismo, y luego condenarlo por organizar un grupo de financiamiento. Difícil de entender, ciertamente. Probar un hecho gravísimo para terminar responsabilizando al acusado por un crimen relativamente menor. Si se hubiera puesto cadena perpetua en esas condiciones la defensa alegaría que la condena no corresponde a los hechos. Y con eso tendrían a su favor un caso que exhibir ante la comunidad internacional. Claro, para evitar esto se le habría podido condenar a Guzmán a 30 años. Pero entonces todos sentiríamos que aquí estropeamos las cosas, porque Guzmán habría comenzado este proceso con cadena perpetua y saldría de la audiencia con una pena simbólicamente menor. Y todavía la defensa podría abrir un debate legal bastante complicado: Podría pretender que concluido el primer proceso, ya no se puede acusar a Guzmán como jefe del senderismo, porque eso ya fue materia de debate. Y habría tenido importantes (no definitivas, pero importantes) razones legales en que apoyarse.
Hay que tener esto presente al momento de replantear las cosas. Y quien tiene la palabra no es, dicho con todo respeto, la Procuraduría ni la judicatura. Es la Fiscalía. La Fiscalía debe explicarnos cómo organizará la siguiente acusación. Debe explicarnos cuáles son los hechos que va a presentar y cuándo estará lista para llevar a Guzmán a juicio por un proceso que contenga en su gravedad la verdadera dimensión de los crímenes del terrorismo.
Abona a favor la fiscalía la enorme cantidad de información que ahora se tiene sobre el senderismo. Ya no puede haber errores al enumerar a sus principales dirigentes. Ya se sabe quién es quién. Hay varios expertos sobre estos asuntos que pueden ir al juicio como testigos técnicos. También pueden llamar a las víctimas como testigos.  No puede haber problemas probatorios. La Fiscalía puede probar que el senderismo incluyó entre sus procedimientos la extorsión y el asesinato. Puede probar que empleó de manera sistemática coches bombas y explosivos que produjeron daños a escala catastrófica. Puede probar crímenes concretos como Tarata y Lucanamarca. La fiscalía tiene además a su favor un cambio reciente en las leyes del procedimiento que le permite promover la reorganización de los casos ya abiertos, separando o acumulando los hechos que estén en procesos originalmente mal planteados.
En estas condiciones, comenzar otra vez con un caso insignificante sería un error inaceptable.

sábado, 2 de octubre de 2004

Montesinos desde la oscuridad



Montesinos desde la oscuridad
César Azabache Caracciolo

Patético. Esa fue la impresión que me dejó el banal intento de Montesinos por enlodar a una periodista de la talla de Rosa María Palacios. Y fue la misma impresión que tuve anoche, cuando un persona de total confianza me comentó que el antes legendario "Doc" ensayaría intentos semejantes contra otros dos periodistas de renombre en estos días.
¿De qué se trata? ¿Un hábil intento por buscar profesionales que -con todo derecho - fueron contratados por el gobierno, por alguna administración o por alguna empresa vinculada durante los años 90? ¿Qué se intenta? ¿Que ellos también se sientan amenazados por el sistema? Quizá hace dos o tres años una maniobra de este tipo habría remecido a la opinión pública. De hecho, varios congresistas insospechables de pactar con los mensajeros de Montesinos han caído varias veces en el juego y se han esforzado por hacer casos legales contra profesionales que simplemente prestaron servicios a la administración o contra políticos que, también con todo derecho, creyeron en el lado modernizador que en su momento representó Fujimori. Pero ahora, intentos como estos llevan a una sola conclusión. El llamado "montesinismo" (ese fantasma binario tan útil para ocultar el presente) ya no representa una amenaza real. Así como en senderismo de Abimael está enfrascado en una lucha legal por salir de prisión lo antes posible, sin más alternativa que una fantasía de acción política, el montesinismo comienza a mostrar el agotamiento de un aparato que ya no es capaz de ver ni de manipular la realidad.
            Montesinos y sus mensajeros (¿no les queda ya grande el cartel de "mafia"?) se han pasado los últimos tiempos tratando de envilecer al sistema anticorrupción. Pero en el terreno comunicacional el que intenta manipular un mensaje queda siempre impregnado del mensaje que transmite. Con sus desmayos, sus silencios, sus cuestionables camisas de seda y cuello duro y los escándalos descontrolados de quienes intentan sumar a su favor, Montesinos ha envilecido su propia imagen aún más de lo que la envilecen sus acciones. Montesinos ya no se ve como aquel genio maligno que acumuló más poder que nadie en menos tiempo. Ahora se deprime, se enferma, se desmaya y pide tiempo. Quizá Montesinos piense que nos está proyectando una falsa imagen de debilidad para sacar ventajas de ello. Pero en este campo nadie elige los símbolos gratuitamente. Más allá de sus representaciones, el que elige presentarse como débil sólo proyecta una debilidad real que no es capaz de ver.
Quizá tanto tiempo en prisión haya convencido a Montesinos de que nosotros mismos, todos, seguimos encerrados dentro de las rejas en que en el pasado reciente nos atrapó usando sus controlados medios de comunicación y su "prensa chicha". Encerrado como está entre cuatro paredes y demasiadas cámaras de televisión Montesinos ya no ve la realidad. Quizá tenga la memoria congelada en el tiempo, en la última imagen de su propio poder, representada en su entrada triunfal al Palacio de Justicia, esposado, pero caminando por en medio del pasillo, escoltado nada menos que por el Presidente de la Corte Superior en persona. Quizá se represente la base naval como una versión disminuida de la cárcel que él mismo fabricó para sí en Chorrillos y en playa Arica. Quizá no se haya dado cuenta que hace mucho está encerrado en su propia prisión, la prisión de sus actos y que de ella no va a salir jamás. Quizá por eso piensa que nosotros tampoco podemos ver, ni salir. Y organiza su comportamiento como si fuera todavía capaz de manipular a un país de ciegos.


miércoles, 18 de agosto de 2004

Por qué investigar al presidente


Por qué investigar al presidente
César Azabache Caracciolo

La Fiscal Suprema Echaiz ha sostenido que la investigación sobre las cuentas del Presidente es imposible porque conforme a la Constitución él sólo puede ser acusado durante su mandato por cuatro tipo de asuntos políticos y las cartas de autorización entregadas a la fiscalía no se refieren a ninguna investigación por ninguno de ellos. En contra, el Procurador Gamarra sostuvo que lo prohibido es acusar al Presidente, no investigarle. El doctor Ugaz ha respaldado esta posibilidad agregando que debería emplearse las reglas del enriquecimiento ilícito, aunque no esté en la lista. Si no se puede presentar acusación, ha dicho, al menos el Congreso podrá usar la información obtenida después del 2006. Pero entonces ¿puede o no puede investigarse al Presidente?
            La Fiscal Suprema Echaiz tiene razón si leemos las reglas del sistema tal como ha estado construido hasta hoy. El derecho peruano tiene instalados los impedimentos para acusar a que ella ha hecho referencia. Y para el sistema, tal como está construido hoy, investigar sin tener en el horizonte posible una acusación penal carece completamente de sentido. Todas las investigaciones reguladas por las leyes suponen la posibilidad de una acusación, y se interrumpen cuando la acusación resulta imposible. Si se trata de investigar para hacer algo distinto a acusar, el órgano correcto resulta ser el Congreso de la República y no la Fiscalía, y el asunto a decidirse tendría que ser de naturaleza política, no penal.
            Sin embargo las cosas cambian cuando miramos al sistema desde el punto de vista de una regla nueva, recientemente introducida por el Tribunal Constitucional. Se trata del “derecho a la verdad” admitido por la jurisprudencia del Tribunal como derecho fundamental a partir de la sentencia del caso Villegas Namuche (22/03/2004). ¿De qué se trata? El tribunal vio aquella vez un caso de desaparición forzada. Las denuncias de los familiares de la víctima no fueron investigadas por la fiscalía por que no se hallaron evidencias suficientes para acusar a alguien como responsable del crimen. Ni siquiera se sabía dónde habían llevado al desaparecido. La fiscalía declaró entonces que no se podía mantener el caso abierto porque no había manera de justificar una acusación contra nadie. Presentado el hábeas corpus, el Tribunal declaró que aunque no existiera causa penal probable la fiscalía estaba en la obligación de tratar de establecer cuál habría sido el destino final de la víctima, porque los hechos en cuestión comprometían asuntos tan graves como los derechos humanos. Y las víctimas de un crimen de este tipo tienen derecho a conocer la verdad de los hechos incluso aunque una eventual acusación penal resulte imposible.
            Se observará que el caso discutido por el Tribunal es uno de derechos humanos, no de corrupción. Por eso la Fiscal Suprema Echaiz tiene razón. Sin embargo hay una manera de reinterpretar el derecho a la verdad que permite usarlo para investigar las cuentas del Presidente. El derecho a la verdad funciona para permitir investigaciones incluso cuando la acusación es imposible. Una investigación de la fiscalía puede ser necesaria, más allá de las posibilidades de acusación penal, si los hechos son de tanta importancia que se justifique proceder incluso aunque nadie pueda ser acusado (al menos todavía) por lo ocurrido. Las violaciones a los derechos humanos constituyen el principal caso que obliga a proceder de este modo. La honestidad de nuestros más altos dignatarios debe ser reconocida como un segundo caso. La ciudadanía tiene el derecho a saber si el Presidente está o no involucrado en actos irregulares. Las dudas en este campo son intolerables. Deben emplearse en esta dirección los mejores esfuerzos de investigación, que son los de una Fiscalía que debe actuar con independencia, no los del Congreso, que es un órgano atento a consideraciones políticas. Debemos reinterpretar nuestras reglas para hacerlo. ¿Pero acaso no vale la pena?

sábado, 10 de julio de 2004

Las sensibles competencias de un juez y un fiscal



El sentido común de los hombre justos
César Azabache C.

Hace unos días expresé mi resistencia a creer que un tribunal peruano imponga a un acusado una pena mayor a la solicitada por el fiscal en su contra. Uno de los procuradores ha contestado a mis resistencias afirmando que sí puede hacerlo porque el tribunal sólo se debe a la ley, de modo que es la ley y no el fiscal quien determina el máximo de pena que puede imponerse.
            Si suponemos lo que dicho es cierto, entonces ¿para qué le encargamos al Fiscal acusar? Con un razonamiento semejante, antes de los tiempos de la dictadura de Pinochet Chile suprimió a sus fiscalías, felizmente ya repuestas, porque se estimó innecesario que sostuvieran una acusación sólo referencial. Con el criterio sostenido por el procurador en Chile, todavía hoy, el Juez instruye, acusa, juzga y condena. Ni siquiera la muy antigua y formalista ley de enjuiciamientos peruana de 1863 llegó a tales extremos.
            Y es que se trata del derecho de todos los acusados a defenderse. ¿Cómo se defiende una persona del riesgo de una condena que jamás le fue advertido? Si lo que el procurador pretende fuera admitido entonces usted, mañana, podría ir a un tribunal a enfrentar a un fiscal que pide una condena de 2 años, puede contratar a un abogado para que le defienda de esa pena, puede invertir en su defensa en función al riesgo que ella representa, y después, sorpresivamente, terminar condenado a 8 años porque al tribunal se le ocurrió, al final del juicio, que había que corregir la acusación y que él mismo es competente para hacerlo.
            La regla defensa previa es tan importante en el juicio que incluso se ordena un corte del proceso cuando el Fiscal quiere ampliar su acusación, y se concede tiempo a la defensa para reorganizar su posición frente al cambio. ¿Y puede entonces el tribunal imponer una pena jamás pedida de manera intempestiva? ¿Cuándo ha sido aprobado un comportamiento semejante por la Corte Suprema? ¿Qué diría la Corte Interamericana ante una cosa así?
            Las reglas de la justicia obligan a considerar una norma legal como justa sólo cuando somos capaces de defender su aplicación en condiciones distintas. ¿Aceptarían las ONGs de derechos humanos que una persona inocente sea condenada por un tribunal de terrorismo a una pena mayor a la solicitada por el Fiscal? ¿Aceptaríamos nosotros que se procediera de este modo en contra de nosotros mismos?

jueves, 1 de julio de 2004

¿Qué significa la última setencia a Montesinos?



¿Qué significa la última sentencia a Montesinos?
César Azabache Caracciolo

Acabo de leer el reporte periodístico de la principal condena impuesta a Montesinos hasta el momento: 15 años. Una condena de este tipo comienza ya a representar la gravedad de los crímenes que se le reprochan. Como ciudadanos, probablemente todos sintamos ahora que aunque demoren y sean difíciles de entender, los procedimientos judiciales finalmente pueden ofrecernos una respuesta sensata a nuestras expectativas sobre la vigencia de la ley.
            El problema, sin embargo, aparece cuando se lee con detenimiento la noticia: La condena a 15 años ha sido impuesta a pesar de que la Fiscalía solicitó en la acusación una pena menor, 8 años. Esto ha pasado desapercibido en los noticieros del día. Quizá porque a simple vista parece tratarse sólo de la corrección de un error de la Fiscalía. Pero no es así. En realidad se trata de un asunto que pone en cuestión uno de los fundamentos del sistema judicial: La imparcialidad del tribunal.
La imparcialidad del tribunal se desarrolla en una serie de reglas que prohíben a los jueces entrometerse en los asuntos que están a cargo de las partes en el proceso. El tribunal no debe defender al acusado ni apoyar la acusación. No debe mostrar interés en la persecución ni en la absolución. Su labor es imponer la vigencia de las reglas de derecho, sea quien sea el acusado. Quizá haya sido un error que la Fiscalía pida 8 años, no lo sé. Pero presentada esa acusación no puede admitirse que el tribunal la corrija, imponiendo una condena mayor. Admitir esto equivale a renunciar al sentido del procedimiento penal. Mañana más tarde, en cualquier otro procedimiento judicial, uno que involucre a otras personas, otro tribunal decidirá también que puede imponer una condena mayor a la solicitada por la fiscalía. Y luego un Juez decidirá que puede condenar al demandado civil a una indemnización mayor a la solicitada por el demandante. Y entonces el supremo árbitro de la sabiduría unilateral y por ende arbitraria se impondrá sobre nosotros y nos quitará el derecho a defendernos ante tribunales que actúan como tales.
            Los objetores al sistema anticorrupción y los objetores al sistema antiterrorista reclaman por una justicia que afirman, actualmente, es imposible. Unos y otros sostienen que los tribunales en estos casos se mueven dentro de un marco político que les impide actuar con independencia. Reclaman que el marco político vigente determina sus condenas y no admite objeciones de defensa. Reclaman que los tribunales no actúan como tales, sino como un complemento de las fiscalías. Esto es más o menos lo que ha sostenido la defensa de Berenson Mejía en la Corte de San José y es lo que sostiene Fujimori casi a diario. Pues bien, si la reciente absolución del alcalde Kouri y de Montesinos les da la contra, y demuestra que el sistema es capaz de limitarse a sí mismos cuando debe hacerlo, la imposición a Montesinos de una pena no solicitada por la Fiscalía justificaría las dudas, siempre que esta situación no sea rápidamente enmendada por la Corte Suprema.
Todos esperamos condenas que representen la gravedad de los delitos cometidos. Pero no en violación de la ley. No en violación al rol de los tribunales de justicia.
No podemos admitir la arbitrariedad ni siquiera cuando ella pretende ser el camino hacia una falsa justicia.

lunes, 26 de abril de 2004

El caso Berenson y la CIDH




El Caso Berenson y la CIDH
César Azabache C.

La primera semana de mayo comienza, en San José, el juicio contra el Estado por el caso Berenson Mejía, condenada por terrorismo en junio del 2001 por un Tribunal ordinario.
En el caso se discute nuestra solución a los problemas de la justicia en este campo. En 1999, en el caso Castillo Petruzzi, la Corte Interamericana ordenó que un grupo de condenados por la justicia militar sean puestos ante un Tribunal ordinario. El fallo desencadenó la auto separación del Perú del sistema interamericano. Pero para entonces la justicia militar ya daba señales de agotamiento, aunque todavía se le empleó para enjuiciar a bandas de secuestro y para ocultar las evidencias de un sonado caso de fraude en seguros militares.
En la transición reconocimos las facultades de la Corte, y al hacerlo iniciamos un proceso que terminó en enero del 2003, cuando el Tribunal Constitucional ordenó cerrar los Tribunales Militares para estos casos y revisar sus decisiones. Berenson Mejía, inicialmente condenada por un Tribunal Militar, había sido puesta ante jueces ordinarios en febrero del 2001 y su caso ya había concluido para entonces. Con Berenson se había actuado conforme a lo que la Corte había ordenado en la Sentencia de 1999. Para el Tribunal Constitucional, debía hacerse lo mismo con todos los condenados por tribunales militares.
Nuestra solución al problema de la justicia militar fue construida, entonces, a partir de la Sentencia de la Corte en el caso Castillo Petruzzi. Con ella quedó claro que el uso de tribunales militares para estos casos no es aceptable para la comunidad internacional. Y más allá de discutir si se justifica o no su uso excepcional, la ley internacional impone una regla: El Estado que los emplee, tarde o temprano deberá aceptar una condena por ello, revisar las decisiones adoptadas y corregir los errores que aparezcan. No se trata de liberar a todos, ni de condenarlos sin más. Se trata de poner las cosas en su sitio y reponer, simbólicamente, el papel que corresponde a los Jueces en este tipo de asuntos.
Pero ¿No es precisamente esto lo que hemos hecho?¿Porqué entonces la Comisión Interamericana nos ha demandado ante la Corte por el caso Berenson? La Comisión demanda al Estado porque considera que en este tema nuestra respuesta al pasado es insuficiente. La Comisión quiere que la Corte decida cómo deben usarse las leyes, las pruebas y los procedimientos en estos casos. ¿Pero con esto no se está entrometiendo en la independencia de los jueces locales? ¿No constituye ello una contradicción con su propio discurso sobre democracia y justicia?
He estado vinculado al movimiento de derechos humanos desde 1987, cuando comencé a apoyar como promotor a una oficina de la Iglesia Católica. Siempre he defendido el trabajo y el papel de la Comisión Interamericana. Pero esta vez se han equivocado. Y la Corte, creo, sabrá reconocerlo. En contextos de transición el sistema interamericano no puede sustituir a los órganos de un Estado. Los Estados tienen el derecho a determinar el modo en que resuelven los problemas de su pasado. Hay límites, por supuesto. Y toda medida adoptada es opinable. El procedimiento judicial peruano en particular -una herramienta esencial de la transición en varios planos- tiene una serie de defectos que aún deben ser remediados. Pero ¿justifica esto que la Comisión pida a la Corte considerar insuficiente nuestra solución al caso de la justicia militar?
El sistema interamericano tiene ahora la oportunidad de mostrar su prudencia y demostrar que en este tipo de casos, los buenos de siempre también se pueden equivocar.

martes, 13 de abril de 2004

El problema oculto tras la citación a Ciprini



El problema oculto tras la citación a Cipriani
César Azabache C.


Hace unos días el sistema legal volvió a conmocionarse por un asunto difícil de explicar. Monseñor Cipriani, Primado de la Iglesia Católica en el Perú, fue llamado a declarar en una Fiscalía por la muerte de Augusto Vargas Alzamora. De un lado, se escucharon protestas: “¿A quien se le ocurre citar al Primado?”, del otro una inoportuna invocación a la igualdad: “¿Porqué no citar a Monseñor como a cualquier persona?”.
Como muchas veces, los términos del debate ocultan el verdadero problema. Los dignatarios de las Iglesias pueden ser llamados a declarar como cualquier persona. Pero no tiene sentido llamar a cualquier persona sin que primero se justifique la citación. La información disponible indica que Vargas Alzamora falleció por razones naturales. ¿No habría sido sensato proceder sólo después que algún experto revisara la información disponible? Además ¿porqué citarlo? Una citación es un acto no exento de significado para las personas. Si aún no hay siquiera información médica que indique un probable caso penal, ¿no era suficiente con pedir una entrevista informal con Monseñor? ¿Quién ha dicho que un Fiscal o un agente de policía no puede sostener conversaciones preliminares con cualquier persona que acceda a una entrevista?
Situaciones como ésta son frecuentes en nuestro medio, y no dependen de algún Fiscal en concreto ni del “caso Cipriani” en particular. Lo que ocurre es que los demás casos son padecidos con resignación por los afectados. Por diferentes razones de procedimiento las Fiscalías sienten que sólo pueden comunicarse con las personas en diligencias formales. Siente además que están en la obligación de organizar sus actividades en función a las denuncias de particulares que en muchos casos actúan por exclusivo interés personal. Y sienten que deben citar a todo aquel que sea mencionado.
No contamos con reglas claras que flexibilicen los procedimientos que debe emplear un Fiscal para saber si un caso vale la pena o no. Tampoco existen instrucciones que indiquen claramente al Fiscal qué asuntos debe priorizar y cuáles no. No existen reglas que indiquen a un Fiscal cuándo debe tomar en serio una denuncia particular y cuándo debe posponerla, o simplemente enviarla al archivo. Además quien pretenda apartarse de las prácticas establecidas (cogiendo un teléfono para solicitar una entrevista, por ejemplo) puede incluso terminar investigado por el órgano de control interno.
Lamentablemente hoy es muy frecuente que se use al sistema para hacer daño a un competidor, a un enemigo al que se quiere exponer en público o a un ex socio. Sólo con denunciarle se le impone al adversario costos tremendos: Tendrá que contratar abogados, prepararse y estar pendiente de lo que ocurra en un periodo no determinado, que puede ir de seis meses a un año. Y al final de ese tiempo, probablemente el caso se archive y el Fiscal declare que la investigación jamás debió comenzar porque el denunciante no tenía nada que justificara su denuncia…

viernes, 26 de marzo de 2004

La defensa de Fujimori


La defensa de Fujimori
César Azabache 

Hace algunos días el movimiento “Sí Cumple” anunció su ingreso al sistema político. Ayer Fujimori, líder natural de esa agrupación, parece haber acreditado a la defensa que le representará en los procedimientos en su contra. A la fecha nadie ha dudado de su firma. Hay que preguntarse entonces por el significado de estos actos.
         Hasta ahora Fujimori ha abierto dos espacios de comunicación política: Primero uno virtual, en la Internet; luego uno radial. A través de ellos, ha presentado repetidas veces su defensa: El ex Presidente reconoce su responsabilidad política por Montesinos. Pero declara no haber ordenado a aquel hacer lo que hizo. Fiscalía y Procuraduría sostienen que es imposible aceptar que el Presidente no supiera lo que pasó durante los 10 años de su gobierno, y que en la posición que ocupaba, no impedir lo que pasó, no investigar lo que pasaba y no sancionar a los responsables lo hace responsable por los crímenes cometidos.
         Discutir asuntos como los casos Bozzo, Chumpitaz o “geishas” ha hecho que en nuestro medio queden de lado debates de fondo, como los casos de derechos humanos, “MIG 29”, “cuentas suizas”, “transferencias del Presupuesto” o “armas para las FARC”, ahora en juicio. Paralelamente Fujimori parece haber acentuado su presencia comunicacional. Su ubicación en las encuestas políticas muestra un nivel de respaldo que hay que tener en cuenta. Las encuestas revelan que su versión de las cosas es percibida por un número importante de peruanos como más que una simple coartada. Probablemente la minoría que le respalda no podrá llevarlo nuevamente a la Presidencia. Pero representa bastante bien el camino que falta recorrer para que las serias acusaciones que pesan en su contra logren representar algo equivalente a una condena moral categórica y definitiva.
         Así las cosas Fujimori parece sentirse listo para abrir (o enfrentar) un tercer espacio comunicacional: El judicial. Fujimori va a defenderse en el proceso. Sabe, sin duda, que no es necesario que acepte las órdenes de detención dictadas en su contra antes de hacerlo. El derecho a la defensa le permite emplear abogados y actuar a través de ellos sin restricciones. Así, desde ahora tendrá acceso ilimitado a los expedientes judiciales, y podrá contestar a sus acusaciones usando los espacios que ha generado a su favor en Internet y en la radio. Fujimori provocará una suerte de comunicación indirecta con quienes le juzgan, creando una dinámica en que eventualmente, podría terminar incluso derrotando a la acusación sin necesidad de regresar al Perú.
         Durante los últimos cuatro años las condenas políticas a Fujimori han sido indiscutibles. Pero la fuerza de las consideraciones políticas decae con el tiempo. Procedimientos judiciales como estos son, por naturaleza, largos. Por eso, una acusación seria necesita bastante más que respaldo político. Necesita de pruebas y reglas que sean fáciles de entender para todos y necesita validarse en un debate serio y ponderado que comprometa a todos sin distinción.
         La aparición de Fujimori en el proceso obliga a tomar en serio el debate lo que está en juego. Si la democracia depende del respeto a las minorías, depende también de la independencia de los jueces. Aquí tenemos una oportunidad inmejorable para demostrar que, a pesar de todo, sabemos vivir en democracia.

martes, 3 de febrero de 2004

Una procuradoría permanente


Para una Procuraduría permanente
César Azabache 


En una reciente entrevista Aníbal Quiroga ha hecho la objeción más seria que he escuchado a la Procuraduría Anticorrupción. Ha sostenido él que la Procuraduría ha duplicado funciones que sólo el Ministerio Público debería haber ejercido. La observación resulta decisiva ahora que el Procurador Meini ha propuesto, también en una entrevista, que la Procuraduría Anticorrupción se convierta en permanente, ofreciendo además, en importante gesto, su renuncia en caso que aquello ocurra.
         Hay que decir que las diferencias de funciones son difíciles de explicar. Para nuestras leyes, corresponde al Fiscal acusar y al Procurador defender la indemnización al Estado. Pero a la vez el Fiscal puede solicitar la indemnización y el Procurador interviene en asuntos como la detención del investigado, que poco tienen que hacer con el pago de los daños y perjuicios. Hay entonces una serie de zonas grises que explican las preocupaciones de don Anibal Quiroga. Pero hay también una necesidad que justifica la propuesta del Procurador Meini.
         ¿Porqué necesitamos a los Procuradores? Los Fiscales son Magistrados nombrados por el Consejo Nacional. Los Procuradores, abogados. Los procedimientos para tomar decisiones en el primer caso son estricta (y necesariamente) formales, y están sujetos a una serie de condiciones. Los procedimientos en el segundo caso no tienen reglas y no hay resoluciones que notificar ni impugnar. A diferencia de los Fiscales, los Procuradores tienen un considerable margen de discreción para establecer qué es lo que mejor corresponde a los intereses del Estado.
Para don Aníbal sería conveniente que el Ministerio Público asuma por entero la responsabilidad de defender al Estado, en lo que a penas e indemnizaciones se refiere. Pero ambas cosas son distintas y obligan a orientar los esfuerzos en distinta dirección. Hay delitos que deben ser castigados aunque no haya reparación que cobrar. Y hay daños que deben ser reparados aunque el delito sea muy leve. La acusación requiere un órgano enfocado en el impacto social de los castigos. La búsqueda de indemnizaciones, de uno orientado a la recuperación de capitales. Los delitos deben ser castigados, pero los daños deben ser indemnizados. No puede haber subordinación entre una cosa y otra. Por eso resulta conveniente que sean dos, y no solo uno, los órganos que se paren frente al sistema judicial a promover que los infractores asuman las consecuencias de sus actos.
Además no se trata de crear una Procuraduría del tamaño del Ministerio Público. En términos de gastos, esto sería un absurdo. Se trata de concentrar el esfuerzo que el Estado ya hace para litigar en aquellos asuntos que pueden tener un rendimiento eficiente desde el punto de vista social. Una Procuraduría permanente anticorrupción correspondería a los esfuerzos que actualmente se hace para controlar el lavado de capitales y dar transparencia a las decisiones patrimoniales del Estado. Al final, la corrupción es un asunto económico: En política y en negocios se desarrolla prácticas corruptas allí donde es más barato corromper(se) que competir. De modo que la lucha contra la corrupción, además de una lucha por la transparencia y los valores individuales, es también una lucha por colocar los costos y riesgos de la infracción a la ley a un nivel lo suficientemente alto como para que corromper no siga siendo una opción atractiva.

martes, 20 de enero de 2004

Las reglas de juego


Las reglas de juego
César Azabache

La Corte Suprema ha decidido que, usando las reglas de los beneficios penitenciarios, procede excarcelar a condenados por corrupción cuando han cumplido un tercio de condena. Para tomar esta decisión la Suprema ha asumido que estos asuntos se regulan conforme a una ley que ya fue derogada por el Congreso atendiendo a que la anterior beneficia mejor a los condenados y que puede ser aplicada siempre que haya estado vigente al momento en que se cometió el delito.
            En mi opinión la postura de la Corte Suprema es incorrecta. Incorrecta porque las normas del derecho penitenciario no funcionan así. Ya lo explicaron Los Procuradores Vargas y Gamarra y lo explicó también el ex Procurador Ugaz. Los derechos penitenciarios surgen a partir de la condena, no antes. Las reglas sobre la administración penitenciaria sólo se aplican a partir del momento en que se dicta una condena. La ley anterior, más beneficiosa o no, simplemente no es aplicable al caso, como tampoco lo son las leyes vigentes hace treinta o cuarenta años.
            Pero hay que reconocer que las razones alegadas por quienes defienden el fallo merecen respeto. No puede permitirse que el Estado cambie las reglas del juego cuando la partida ya se echó a andar ni se puede recortar los derechos de las personas en cuanto a condenas judiciales se refiere.
            ¿Dónde está, entonces, el error? Quienes defienden el fallo de la Suprema consideran que los beneficios penitenciarios son un derecho de los condenados. Ahí está el error. Los condenados sólo tienen derecho a salir de prisión cuando se cumple el plazo de condena. Pueden salir antes en atención a determinados beneficios, pero la concesión de estos no es un asunto que corresponda a sus derechos, sino a los mecanismos que debe emplear la administración de penales para promover determinado tipo de comportamientos. Los beneficios penitenciarios son una medida de incentivo a la reinserción social que la administración penitenciaria debería administrar con objetividad y sin discriminación, atendiendo a consideraciones como el impacto de la medida sobre el interno, sus posible comportamiento futuro y el significado de su excarcelación para la sociedad. La administración penitenciaria debe mostrar en esto objetividad y ninguna discriminación, pero también un importante margen de discreción. Por eso no son aplicables en este tema las reglas que regulan los derechos fundamentales, entre ellas, las de retroactividad o norma más favorable.
Si bien hay una serie de asuntos que corresponden a los derechos de los acusados y condenados y ahí no hay consideraciones de utilidad que valgan, los asuntos sobre la modalidad y el régimen de la condena deben resolverse atendiendo al rendimiento social de las medidas.
            En principio, entonces, aunque las reglas de excarcelación al tercio de condena siguieran vigentes, la administración penitenciaria podría decidir negar la excarcelación a condenados por corrupción si puede demostrar que la excarcelación no mejorará las condiciones de respeto a la ley del beneficiario y será socialmente contraproducente. Y tampoco esto contradecirla la Constitución. Menos aún puede contradecirla modificar las leyes parta asegurar que las disposiciones de nuestra lamentablemente aún deficiente administración penitenciaria sean las correctas.

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