jueves, 15 de diciembre de 2005

Fujimori frente a la justicia


Fujimori frente a la justicia
César Azabache Caracciolo

Fujimori está inhabilitado y detenido. Más allá de preferencias personales, el sistema legal tiene ahora vallas insuperables que impiden admitirle dentro de la lista de los elegibles. Creo que los partidarios de Fujimori lo han sabido todo este tiempo. Y creo también que, con el derecho que les asiste, han organizando su campaña desde el principio, no para postular a Fujimori como presidente, sino para apoyar en su imagen una plancha parlamentaria que pueda disputar una cuota de poder para el quinquenio siguiente ¿Tenían derecho a hacerlo? Sin duda ¿Serán capaces de reunir a su favor una cuota importante de electores? No lo creo, aunque es temprano para darlo por sentado ¿Habría podido Fujimori obtener mejores resultados si no hubiera sido detenido? Tal vez. Pero el viaje fue un fracaso y puso a descubierto, incluso para sus adversarios, la verdadera dimensión de sus debilidades. Fujimori en Japón había edificado un mito. Sus mensajes sin réplica, la distancia y la invulnerabilidad del exilio alimentaban el mito. Algunos de sus partidarios, aquellos que creyeron en él por razones políticas, fueron atacados muchas veces sin necesidad ni justicia. También esos innecesarios excesos alimentaron el mito. Quizá Chile haya sido un experimento arriesgado para elevar su fuerza en el país y ampliar su representación en el Congreso. Pero falló. Como al final del cuento del mago de Oz, al caer Fujimori perdió los artilugios que respaldaban su imagen. El mito murió el mismo día en que Fujimori apareció cabizbajo y desconcertado en el auto oficial que lo conducía a su actual centro de reclusión en Santiago. Nada es más demoledor para un mito que la confrontación con lo real. Fujimori demostró ser incapaz, sólo, hasta de planificar un operativo político de mediano alcance. Enorme distancia la que media entre el estadista de talla continental que imaginaban sus seguidores y él. Pero enorme también la distancia que media entre él y el enorme monstruo que imaginaron quienes lo convirtieron, no en acusado o extraditable (eso habría sido suficiente), sino en objetivo de una política de Estado.

            Los partidarios de Fujimori (los que creen en él por razones políticas) pueden o no ganar escaños en el Parlamento. Como sociedad, además, a algunos de ellos les debemos una disculpa. La extradición puede terminar en un éxito rotundo, en un fracaso bochornoso o en un final a medias. Las personas que ahora están en prisión pueden salir en libertad por cumplimiento de sus condenas, por excesos en el tiempo de detención o por cualquier otra razón legal. Pero en cualquier caso, la historia nuestra de la transición, con ventajas y desventajas, con aprendizajes y olvidos, con logros y frustraciones, ha terminado. El Perú no puede ser más, a partir del inicio de este nuevo proceso electoral, un país que se divida entre “fujimontesinismo” y “antifujimontesinismo” (por demás, las palabras más feas que usamos en el castellano que se habla en el Perú). La justicia en el Perú no puede ser más la justicia de los “antis” y de las campañas mediáticas de reivindicación política. La transición es un eje de tiempo que sólo tiene sentido para explicar y justificar el modo en que intentamos estabilizar los desórdenes del pasado reciente. El Perú de los noventa, el país de la política y la justicia de tiempos de Fujimori, ha quedado atrás. Después de la caída de Fujimori, no podemos ya hipotecar la interpretación de nuestro futuro al precio de las heridas de un pasado reciente que, cada vez más, debe quedar en el olvido.