lunes, 23 de enero de 2023

Danza sin caretas

Carmen Mac Evoy y Gustavo Montoya han insistido en un libro publicado hace poco en que al XIX le faltó un encuentro entre Lima y el resto del país antes que el Perú se pretenda República. Parafraseo ahora una columna reciente de Gabriel Ortiz de Zevallos: al Perú le faltó convertirse en tejido, en trenza anudada para que la independencia sea fundación y la Constitución acuerdo y no simple proclama. 

Lanzamos nuestra última proclama en el 2000, asumiendo que éramos transición. Y esa proclama se cayó en Bagua y en la Curva del Diablo; se cayó en Ilave cuando asesinaron al alcalde Robles; se cayó cuando fueron descubiertas las mafias que atravesaban los gobiernos regionales en tiempos de Humala y mostró sus débiles costuras con las confesiones de Odebrecht desde diciembre del 16. 

Como dijo Mauricio Zavaleta a mediados del 21, comenzamos a ver el rostro de nuestra sociedad sin acuerdos mínimos, en el 16, en la forma de ser de ese congreso embrutecido por ser mayoría, y en el 19, en el suicidio colectivo que resultó ser haberlo cerrado. Lo vimos cara a cara en los pocos días de Merino y lo vemos ahora, que nos estamos desangrando sin intermediación escénica alguna. 

Tendremos que estar de acuerdo al menos en que casi cincuenta muertes en dos meses impuestas a balazos no conforman un evento analizable quirúrgicamente bajo el lente de un abogado de escritorio sino una tragedia que expone la brutal ceguera en que estamos viviendo.

Indiferenciados. Hace tiempo perdimos de vista incluso las herramientas básicas que podrían al menos hacer más sencillo reconocernos. Si Alberto Vergara y Carlos Melendez comparten algo es esa intuición que les lleva a notar que “la informalidad” no es una construcción que describa a un puñado de marginales que no logran insertarse en una economía sobrecargada de trámites burocráticos. La construcción es enana porque pretende mirar como minúsculo algo que en verdad representa la forma que hemos adquirido en estos años. La informalidad, en efecto nos describe. Describe una forma de ser que no podemos reconocer como colectivo porque supone precisamente la negación de cualquier colectivo imaginable. La todavía llamada informalidad no supone “no haber llegado al sistema”. Supone no querer ser parte de sistema alguno, y sin embargo, constituir uno completamente pervertido. Supone sobrevivir, defenderse por si, expandirse territorialmente por la fuerza, cuando llega el momento de expandirse y entonces poner rejas, o muros, o cercas y entonces golpear y gritar y defenderse atacando, no negociar. 

Si se llega al momento en que se acumula fuerza, ella es su propia concepción transitoria, porque quienes conforman cuadrillas de toma de terrenos, fuerzas de choque para enfrentar policías o alianzas electorales no tiene más propósito común que salvar la consigna del día o del proceso. No comparten un “nosotros” que sin embargo puede reconocerse en el formato de una marcha espontánea alrededor de una plaza, en una vigilia frente al edificio de una autoridad o en un solvente acompañar a nuestros muertos. 

La complejidad de estar siendo de esta forma, decía, proviene también de la absoluta pobreza de las herramientas que tenemos para mirarnos. Indiferenciados. Nos encantaría seguir creyendo que la derecha está militarizada, la izquierda sobre radicalízada, la minería informal mercenarizada y que todas estas capas pueden diferenciarse de una ciudadanía que protesta. Entonces podríamos acusar a unos y otros de no diferenciarse y podríamos imaginar que la consigan consiste en proveer a la ciudadanía, a las organizaciones sociales “buenas” de herramientas para diferenciarse de “los malos”.  Imposible no notar como ese ejercicio reproduce el sesgo binario que nos tiene aquí atrapados. Es exactamente lo mismo buscar nuevos “buenos” que nuevos “malos”. Todo sesgo binario retroalimenta la espiral en que estamos atorados desde los años noventa. 

Esperando “que la tortilla se vuelva” solo abrimos el espacio en que la tortilla se volverá de nuevo. 

Ha dejado de tener todo sentido seguir imaginado que debajo de ciertas tupidas redes ácidas irracionales y violentas hay una maraña de emprendedores y pueblos y colectivos y organizaciones sociales y comunidades que sobreviven bucólicamente apoyándose, reconociéndose, siendo solidarios y solidarias entre sí en espera que la niebla se disipe. Sin duda existen las ollas comunes, las pequeñas cooperativas de productores de granos, de tejedoras y hacedoras de papel y de jabones, los pequeños sindicatos y las escuelas y los comedores populares, los colectivos de barrios y los clubes y los centros de cultura. Sin duda existen esos pequeños espacios en los que vivimos. 

Pero somos nosotros mismos. 

Los espacios colectivos que reclamamos como imprescindibles para formar identidades existen dentro de ese ambiente que todavía reconocemos como informal. No es que nuestras fantasías neo comunitarias basadas en los pequeños espacios de humanidad se hayan impregnado del mal. 

Es que de muchas maneras la sociedad es un todo continuo. El profesional independiente no paga impuestos; el artista alternativo tiene una familia que trafica con predios; el político militarista de derecha sostiene una olla común y canta en el coro de una iglesia; el liberal detiene el auto sobre una cebra; el izquierdista obtuso que sigue soñando ser un príncipe verde olivo aunque no crea en la libre interrupción del embarazo ni en el matrimonio igualitario. Es que estamos entremezclados dentro de nosotros mismos; Indiferenciados; indiferenciadas. Es que nuestro yo colectivo, ni siquiera me refiero al público, forma parte de nuestro yo perverso, narcisista, enceguecido. 

Limitarse a mirar cómo se muere puede ser también absolutamente violento. 

Esto no puede ser más “tu o yo”; “ellos o nosotros”, “matar o morir”, “venceremos y entonces ustedes serán derrotados”; “Dime dónde está tu bandera para quemarla”. 

Las guerras no las acaba la Cruz Roja. Pero alguien tiene que intentar que ya no mueran más personas. Rescatar a las que podamos rescatar. Ese puede ser un principio. Protegernos acaso sea una consigna. Aceptar que somos, en plural y primera persona un enorme montón de gente enceguecida que puede tener o no uniforme pero no llega a ser siquiera un colectivo y sin embargo sangra: sangra de rabia, sangra de frustración, sangra como llora un ser violento que termina rompiéndolo todo y también dispara, incendia y daña. 

Si queremos ser un colectivo antes de intentar ser nación tendremos que inventar una manera de negociar nuestra formación en un país que se volvió ilegal, que no quiere ser nacion, ni república ni autocontrol ni futuro, sino apenas depredación y crudeza. Y notar que somos, nosotros mismos, no una alteridad moral distinta a lo que vemos sólo porque no estamos disparando, sino que sólo parte exactamente de lo mismo mientras nos limitamos a contemplarlo.

La teoría política que conocemos no se escribió para momentos como este. Se escribió para un momento después, cuando toca reconciliarnos enterrando a nuestros muertos.

Pero ¿Seremos acaso capaces de reconciliarnos al menos en nuestros cementerios?

San Marcos: Sin espacio para delitos

[Sobre el alojamiento de manifestantes en el campus y el desalojo del sábado 21 de enero 2023]

He escuchado una opinión que respeto, la de Carlos Caro, calificando la ocupación de los manifestantes en él campos de San Marcos como un caso de usurpación.

Me cuesta entender esa conclusión. Las usurpaciones suponen un ataque de los derechos del ocupante de un lugar causado porque no tiene relación alguna con el o ella o por quien la tiene, pero en términos que delimitan con claridad quién ocupa físicamente el lugar y esos términos se transgreden (es el caso del propietario que con derecho desaloja a su propio inquilino). De varias maneras el marco de referencia de este delito es una relación bilateral.
 
El caso de los manifestantes hay dos cosas que rompen el esquema que propone Carlos. Los ocupantes son manifestantes que viven fuera de la ciudad a la que llegan a protestar. Su estadía debe ser entonces entendida en el marco del derecho a la protesta; es una condición mínima para el ejercicio de ese derecho en las condiciones en que las personas que llegaron a la capital decidieron ejercerlo.
 
Entonces introducir el Código Penal en un análisis legal sobre las condiciones de su estadía impera tanto como declarar que el derecho a la protesta no existe (cosa que no imagino que Carlos pretenda); que el asentamiento en el lugar de la protesta no forma parte de ese derecho (ibid) o que quienes se alojaron en San Marcos no eran manifestantes. La evidencia que contienen las liberaciones de los y las detenidos a horas del operativo descarta esto último. 
 
El segundo aspecto que encuentro rompe el esquema de Carlos es que el recinto en que estaban alojados es una universidad. Una universidad es una autonomía; los derechos relacionados al uso de sus espacios corresponden a tres estamentos: la administración, los profesores y los estudiantes. Entiendo que en este caso quienes invitaron o recibieron a los manifestantes fueron los estudiantes.
 
Entonces, a diferencia de lo que ocurre en un caso de usurpación, aquí los manifestantes ingresaron al recinto con el consentimiento de uno de los tres estamentos competentes para concederlo.
 
Que esa autorización sea suficiente o no es por cierto discutible. Como es discutible que la administración decida, de plano, llamar a la policía en reacción. Quien tendrá que decidir lo correcto en este caso es la asamblea universitaria. De eso tratan las autonomías, también si alguien tiene reservas sobre la decisión de uno de sus estamentos, los estudiantes. Yo no las tengo.

domingo, 22 de enero de 2023

Más de 50 muertes

Tenemos ante nuestros ojos más de 50 personas que han muerto desde que empezó la violencia. Miremos esos rostros; detengámonos en esas historias de vida, en todas. Encontraremos un joven que logró ser policía y fue calcinado en una camioneta oficial. Otros eran deportistas, estudiantes, trabajaban. La mayoría, como él, eran jóvenes. Algunos todavía no. Muchos murieron por disparos de armas de fuego en la cabeza y en el tórax.

No perdamos de vista sus nombres. Tampoco los rostros ni los nombres de sus padres y madres. El único factor en común en estas historias es que no debieron morir. La muerte no es un factor admisible en la ecuación de una explosión política. La muerte en historias como esta es siempre innecesaria. De la muerte no resulta ninguna forma de legitimidad o estabilidad política ni conciencia de clase. La muerte solo produce dolor; produce heridas que arrastraremos indefinidamente, porque se instalan en el centro de nuestra memoria; trascienden a la propia impunidad a la que puedan aspirar sus perpetradores.

Si se trata de escuchar, ya no solo de mirar, están quienes exigen que Boluarte renuncie y quienes exigen que se sostenga en el lugar en que ahora está. Aquí comienzan las decisiones que ahora podemos tomar. Boluarte llegó donde ahora está porque estaba llamada a ocupar ese asiento. Pretender discutir el origen del encargo es solo un esfuerzo inútil por reinstalar en la mesa la irreversible situación de Castillo. No tiene sentido. La cuestión es que no encuentro cómo pueda sostenerse en el cargo después de más de 50 muertes. Son ya más de 50.

Boluarte debió renunciar después de la primera masacre deliberada, la de Huamanga. No debió imponernos la de Puno ni intentar convencernos de que disparar sobre el cuerpo de personas desarmadas o fuera de una escena de ataque es una forma válida de ordenar desadaptados. No estamos discutiendo escenas relacionadas con enfrentamientos. Ni siquiera es un caso sobre proporciones. Estamos discutiendo lo que representa haber disparado sobre personas desarmadas o que huían del lugar. Y es aún peor, estamos discutiendo lo que representa haber autorizado un despliegue de potencia de fuego que incluía la posibilidad de matar como parte del cometido de las fuerzas de seguridad.

La permanencia de Boluarte después de la primera masacre insulta la memoria de los que han muerto. Pero constituye además sin margen de duda su responsabilidad sobre la segunda masacre. Mantenerse en el cargo solo agrava para ella las cosas. Lo entenderá acaso con el tiempo. Las investigaciones oficiales sobre los hechos tomarán seguramente más tiempo que su mandato en la presidencia. Pero terminarán en algún momento. Y salvo que alguna ilusión le permita imaginar que podrá contener los cargos en el Congreso por cinco años seguidos, como lo viene haciendo Merino, el caso que sigue a estas muertes, como el de Merino, terminará en los tribunales de justicia.

El tiempo en que se sostiene en el cargo solo agrava su situación futura. Pero, más importante que eso, su permanencia en el cargo insulta a las familias de quienes han muerto. Porque no tenían porqué morir y ella pudo evitarlo. No lo hizo. Y sigue sin dar una sola muestra de comprender las consecuencias de lo que al menos ha dejado hacer.

Que alguien pretenda que debo aceptar la muerte de quien fue hijo o hija de alguien más pretende al mismo tiempo que acepte la muerte que podría serle impuesta a mi propio hijo. Eso es algo que jamás voy a hacer. Yo me pongo de pie por la muerte de los otros porque no aceptaré bajo ninguna condición la muerte de los míos.

Y si no entendemos eso como un mínimo de justicia, estamos sencillamente perdidos.