miércoles, 24 de enero de 2024

Dulces de azúcar

Publicado en La República el 24/01/2023

El 20 de enero, en Huamanga, una ciudad que enterró a 10 de las 50 personas que fueron asesinadas durante las protestas de DIC22 y ENE23, la presidenta Boluarte decidió arrojar al viento dulces de azúcar en una parodia que remedaba los carnavales de la ciudad.

Ilaria Aimé se abalanzó sobre ella en un descuido de la seguridad y la jaloneó por los cabellos.

Es cierto. El jalón por los cabellos no tiene justificación. No se trata, como he escuchado y leído decir, del respeto que debemos a la presidenta en ejercicio o a la institución que representa. Antes que eso se trata del respeto que debemos a las personas. No importa quiénes sean. Tampoco importa quiénes seamos nosotros ni importa en qué provocación podamos haber caído. Un jalón por los cabellos es un ataque físico y Boluarte sigue siendo una persona antes incluso que la presidenta del país. Debería ser simple para nosotros reconocer que está prohibido tocar físicamente a alguien sin su consentimiento, por más que medie algo que pueda ser reconocido como una provocación narrativa, como tirar dulces de azúcar en medio de una ciudad marcada por el duelo.

El evento ha puesto en evidencia de qué manera Boluarte ha dilapidado la respetabilidad de la magistratura que posee. También ha puesto en evidencia que las muertes de DIC22 y ENE23 se han instalado entre nosotros como una frontera interna, casi infranqueable, una que nos separa con una intensidad inconmensurable.

Todas las personas deben ser respetadas. Mujeres, niños, defensores de la tierra, manifestantes, militantes de derecha y de izquierda, trabajadores, presos, minorías. También Dina Boluarte. El límite del respeto a las personas no puede negociarse. No sin acelerar el deterioro de nuestros ya precarios límites morales.

Los ataques físicos deben ser reconocidos como tales, vayan en la dirección que vayan, tengan la connotación que tengan y sea quien sea responsable por ellos.

La confrontación de Bárcena

Segundos antes que Ilaria Aimé pierda los papeles y se lance a las espaldas de Boluarte, Ruth Bárcena había quebrado el cerco de seguridad de la presidenta. Ella increpó a Boluarte cara a cara por las muertes de Huamanga. Ruth Bárcena no la tocó. La confrontó. No tenía en sus manos más que palabras, su testimonio levantado como un muro.

Un agente de policía intervino y la sacó de la escena. Ella declaró en una delegación policial y fue puesta en libertad. Boluarte es funcionaria en ejercicio; Bárcena no fue a buscarla, la encontró en un evento público por Huamanga. Lo que hizo representa un acto de protesta. La Policía no violó la ley al contenerla. Ella no la violó al confrontar a la presidenta.

La sonrisa

Pero ¿por qué sonreía Boluarte? He visto los videos varias veces. Dulces de azúcar lanzados al aire simulando una fiesta en medio de una muralla humana de protección. Una sonrisa vacía de contenido. Nadie sonríe con ella. La escena resulta macabra porque se monta en Huamanga, una ciudad en la que murieron 10 de las 50 personas asesinadas en las protestas de DIC22 y ENE23. Allí debería pedirse perdón, allí debería ensayarse alguna forma de duelo compartido, allí habría que promover el consuelo. Pero Boluarte sonríe. Lanza al aire dulces de azúcar y sonríe. Como si fuera una niña.

Quizá Boluarte sonreía para una foto. Para crear una imagen tan arbitraria, tan irreal como la que creó con Biden y con el papa. Boluarte intentando multiplicar las escenas de la realidad virtual que intenta crear. Sonreír dentro de un mundo que construye sobre fundamentos de papel. Donde la memoria se reemplaza por un álbum. Sonreír en el centro de una falsa realidad vigilada.

La fantasía que estaba ensamblando Boluarte se quebró cuando Bárcena entró a la escena y la confrontó. Pero Boluarte sostiene la sonrisa. Ilaria Aimé arremete por la espalda y le tira de los cabellos. Boluarte intenta sostener la sonrisa.

La sonrisa no debe quebrarse solo porque lo real la confronte o le tire de los cabellos.

Resulta imprescindible concentrarse en la foto. Sostener la sonrisa.

Desenlace

Ilaria Aimé fue madre de Cristopher Ramos, un adolescente de 15 años que trabajaba en el cementerio de Huamanga. No estaba protestando. Fue asesinado por un disparo por la espalda en las inmediaciones del lugar en que trabajaba. El esposo de Ruth Bárcena, Leonardo Hancco, trabajador, sí decidió unirse a las protestas. No efectuó ningún disparo, pero murió cuando una bala atravesó su cuerpo.

Aún así el jalón de cabellos de Ilaria Aimé, nos guste o no, rebasa los límites del derecho a protestar. Es una falta. La falta se llama “maltratos” y puede ser castigada con servicios comunitarios. Pero solo puede ser llevada a proceso si Boluarte presenta cargos y concurre a una audiencia en Huamanga a sostenerlos.

Ruth Bárcena es ahora una activista en el movimiento de defensa de los derechos de las víctimas y los deudos de la represión a las protestas de DIC22 y ENE23. Refiriéndose a Leonardo nos corrige:“Él no murió. Lo mataron”.

La confrontación de Bárcena no es un delito ni una falta. Encarar a una autoridad por algo como lo que sucedió en DIC22 y ENE23 sin tocarla representa un acto de protesta.

Después de estallidos como los que se registraron durante esos meses pasan cosas. Los actos de violencia física directa no solo generan víctimas. Modifican el curso de vida de muchas personas; los familiares de quienes han muerto, los que resultaron heridos, los agentes de seguridad, policías o militares de cualquier grado, no todos los cuales pueden o querrán siempre sostener la negación que ensayan algunos sectores. De inmediato se organizan movimientos y redes de solidaridad. También colectivos negacionistas. Se genera un lenguaje de memoria, que en este caso aterriza en historias de vida, en rostros, en demandas de una justicia que aún no llega, que tarda en llegar. Se generan también discursos de odio, discursos que intentan justificar los crímenes cometidos, mantenerlos impunes.

Después de la escena de los dulces de azúcar, el 21ENE ‘La Resistencia’ atacó la muestra De qué color son tus muertos, un ejercicio fotográfico en el que un grupo de actores y personalidades de la comunicación aceptaron representar en imágenes a las víctimas de DIC22 y ENE23. Los atacaron cuando los deudos y los activistas de la muestra iban a reunirse. Arrancaron fotos de la pared, como quien intenta arrancar de la vida un pedazo de memoria.

Las Fiscalías, ahora en reforma, deberían armar un equipo especial que investigue lo que representan estas agrupaciones antes que la violencia que despliegan termine de desbocarse.

Hablamos sobre una violencia que nos impregna.

Debemos contenerla.


lunes, 15 de enero de 2024

Seguridad y ciudadanía

Publicado en El Comercio el 15/01/2023

Las economías criminales

El tráfico ilegal de oro, madera, tierras, personas y el largo etcétera con el que cohabitamos está generando una enorme demanda de servicios y negocios violentos. Además del resguardo privado, hablamos de secuestros, extorsiones e incluso la eliminación física de personas.

En las zonas de influencia minera la disputa por el control de zonas de extracción ha llegado al socavón, como muestra la masacre de Pataz. En Tarapoto hoy mismo hay 20 comuneros de origen kichwa refugiados después del asesinato del apu Quinto Inuma, uno de los ya casi 40 defensores de la tierra que han muerto en manos de traficantes. En zonas como La Pampa, en Madre de Dios, donde se ha identificado casi 600 dragas de extracción clandestina de oro operando, las víctimas de crímenes violentos ni siquiera se cuentan.

En estas condiciones es imposible pretender que tengamos “una” crisis de seguridad. Tenemos muchas crisis consolidadas hace ya bastante tiempo y otras varias en formación y plena expansión. Por eso hablar de seguridad entre nosotros no supone “un” plan, sino una malla de planes convergentes que deben tener como eje central la protección de la ciudadanía, urbana y rural, no solo la de las ciudades, y principalmente no solo la de Lima.

La cuestión sobre la seguridad es solo un aspecto de la enorme lista de problemas que caracteriza a nuestro país: el sentido de la ciudadanía; las relaciones entre las personas y comunidades con las autoridades; la permanente ausencia del Estado y esa incapacidad que estamos cultivando para desarticular instituciones, para profundizar su incapacidad operativa.


La inseguridad en que vivimos es un subproducto de ese Estado de escaso alcance y del peso que tienen las economías ilegales en las áreas en que su ausencia deja casi todo en el vacío. El vacío de autoridad que predomina entre nosotros es un terreno fértil para mafias armadas que pueden encontrar aquí clientes, márgenes altos de ganancia, oportunidades de lavado y bajos riesgos de interdicción policial.


La justicia

Los tribunales tienen aquí un papel fundamental. De ellos depende nuestra percepción de lo justo conforme a ley y de las penas como consecuencia del delito. Sin embargo, un sistema que pierde capacidad de imponer castigos efectivos por falta de espacio (tenemos casi 100.000 personas en prisiones diseñadas para 45.000) o que no puede vigilar a casi a nadie porque no tiene tobilleras electrónicas, pierde incidencia. Un sistema que promueve la impunidad de determinadas formas de violencia alimenta otras.

Un sistema que se concentra en asuntos inviables o de escaso rendimiento institucional depreda sus recursos.

La justicia es un recurso escaso. Por cada caso que llega a los tribunales, uno queda fuera. La persecución penal debe administrarse y la Constitución ha entregado esa administración a las Fiscalías, que eligen qué perseguir, cuándo hacerlo y con cuántos recursos debe procederse. De eso trata la política de persecución del delito, que las Fiscalías tienen a su cargo.

La responsabilidad es enorme. Y ella explica por qué las leyes hacen depender la investigación policial del delito de las directrices que deben impartir las Fiscalías. La fiscal Barreto pudo, en su día, pedir que se organice el equipo especial que investigó a Pedro Castillo porque esa responsabilidad existe. Estas relaciones requieren ajustes, como tantas otras que se desarrollan al interior del Estado. Pero esos ajustes deben estar dirigidos a profundizar la cooperación dentro del sistema, no a convertirlo en coto de caza o en área de disputa, como lo puede convertir una reciente reforma impulsada por el Gobierno en esta materia.

En este marco, el que conforman justicia y seguridad, el mensaje más claro que recibe la ciudadanía proviene del retraso; de la enorme cantidad de tiempo que toma obtener una condena que ponga en prisión a los autores de un hecho violento. El sistema legal ha ideado frente a esos asuntos, procedimientos rápidos para casos descubiertos en flagrancia. Pero la represión de crímenes en flagrancia solo es posible si sus autores son intervenidos mientras están cometiendo el delito. De poco sirve una cámara de seguridad instalada en una peluquería o en las vías públicas si frente a los monitores no hay alguien que pueda movilizar de inmediato un escuadrón de intervención rápida capacitado para tomar el control de la escena del crimen.

Aquí el esfuerzo que están haciendo algunas autoridades locales por enlazar los equipos de serenos con las comisarías debe resaltarse. Pero en Lima Surco o San Isidro siempre podrán alcanzar mejores resultados de coordinación que los que se logra en las zonas más pobres de Lima Norte o en los distritos de Andahuaylas.

Sin un fondo que permita nivelar esfuerzos más que resolver problemas de seguridad aquí podemos terminar profundizando desigualdades explosivas.

La protección a personas

No solemos hacer esta asociación en nuestro medio, pero la seguridad no es un asunto que dependa solo de castigar culpables. Es también, y antes que eso, una cuestión que depende de nuestra capacidad para proteger personas.

Proteger personas es algo que solo se logra poniendo a disposición de las víctimas de violencia y los testigos de hechos de violencia mecanismos públicos de protección y soporte. Supone que esos mecanismos tengan rostro humano y presupuestos públicos que los hagan sostenibles. Se trata de mecanismos que deben poder expandirse a favor de quienes están bajo amenaza o expuestos a ataques y que estén reforzados por una política de comunicación que multiplique su impacto y alcance.

Nosotros no tenemos un sistema de protección que satisfaga estos requisitos. Prácticamente no tenemos ninguno. Tenemos órdenes judiciales de restricción y alejamiento que están a disposición de mujeres expuestas a casos por violencia familiar o sexual. Tenemos Fiscalías para casos por trata de personas que hacen enormes esfuerzos por rescatar víctimas esclavizadas. Los escasos recursos que dedica el Estado a proteger niños y mujeres expuestas a violencia y al tráfico de personas son exiguos. Tienen muy escaso alcance. Y casi no existen fuera de determinadas ciudades. No tienen ninguna aplicación para personas que una mañana reciben un sobre con una carta extensiva, una foto de sus hijos saliendo del colegio o una bala.

Colofón

Estamos expuestos. Pensar en seguridad como si fuera un problema aislado de nuestro entorno es absurdo. Planear acciones sin considerar lo que nos falta es alentar fantasías ineficientes.

Volvemos al punto de origen. Como ocurre casi en todo lo que vale la pena discutir entre nosotros, pensar en seguridad es también pensar en ciudadanía.



domingo, 7 de enero de 2024

De nuevo, sobre la justicia

La semana que termina, el Gobierno ha convocado al Consejo para la Reforma de la Justicia. El Consejo es una mesa que se estableció en 2019, luego del escándalo que representaron los CNM audios. En teoría, el Consejo debería haber sido una mesa permanente de coordinación sobre políticas relacionadas con los tribunales, las fiscalías y las cárceles. Los objetivos: proteger personas, reparar daños, asegurar que las obligaciones se cumplan y sancionar a quienes infringen la ley. Sobre estas cosas trata la justicia. Pero la mesa quedó inactiva, como tantas otras cosas, en tiempos de Castillo. Simplemente no se reunió más.

Se retoma ahora, con un Gobierno y un TC enredados en el desacato a la Corte IDH del caso Fujimori. Se le convoca a días de que el Gobierno decidiera usar las facultades legislativas que le dio el Congreso para crear tensiones innecesarias entre policías y fiscales en torno a las competencias que comparten para investigar delitos. Se le retoma en un ambiente marcado por las muertes impuestas durante las protestas de DIC22 y ENE23 y por las secuelas del caso Benavides; con un presidente del Congreso que hace muy poco impulsó una ley sobre prescripciones en su propio beneficio; con una extensa lista de congresistas bajo investigación fiscal y una mayoría en el Congreso que mantiene en ebullición el reciente intento por intervenir la JNJ.

El ruido se siente y es imposible no tomarlo en cuenta.

Pero aún así es mejor reinstalar el Consejo que mantenerlo fuera de la escena. Una mesa de debates públicos sobre la justicia representa una oportunidad, incluso en las enmarañadas condiciones en que estamos viviendo. Es que fuera de las grandes controversias que ocupan las primeras planas de los diarios hay una lista enorme de cosas vinculadas a la justicia sobre las que necesitamos respuestas, cosas que se refieren a nuestros derechos cotidianos.

La justicia no es solo una cuestión de grandes titulares. También es un espacio en el que deberían estarse resolviendo las disputas que se generan en los lugares en que vivimos. Es el espacio en que deben administrarse los recursos con los que debemos contar para proteger a mujeres, niños, ancianos y minorías expuestas; el espacio en que deberían discutirse las consecuencias de incumplir obligaciones y deberes o de violar la ley. La justicia se define en base a las relaciones directas que hemos perdido entre ciudadanos, policías, fiscales y jueces, a los que ahora apenas conocemos en persona. La justicia es o debería ser parte del tejido en que se construye la ciudadanía, parte de la infraestructura institucional que debemos reconstruir.

Es ahí, en el espacio en que vivimos, donde debemos instalar la cuestión sobre la justicia.

En un contexto de baja representación como el nuestro resulta imprescindible acompañar el proceso desde los espacios colectivos que la sociedad mantiene abiertos: universidades, gremios empresariales y comunitarios, sindicatos, asociaciones barriales y regionales. Si las autoridades van a hablar sobre justicia, entonces nosotros debemos hablar también: Tenemos cerca o somos personas que necesitan protección; celebramos a diario transacciones y no todas se cumplen; vivimos en barrios o zonas rurales en las que se viola la ley sin consecuencias; no conoceremos a nuestros jueces, a nuestros fiscales y a veces ni siquiera a nuestros comisarios. Nos sentimos expuestos y no siempre tenemos cerca a una autoridad a la que podamos reclamar confiando en que obtendremos algo que nos sirva a tiempo.

La justicia es un espacio que nos falta. Uno que tenemos que aprender a construir en lo cotidiano. En nuestra forma de abordar la vida en común.

De esto hablamos cuando hablamos de justicia.