jueves, 11 de septiembre de 2008

Un balance final



Un balance final
César Azabache Caracciolo

Si algo hemos perdido en el juicio contra Fujimori en este tiempo, ha sido la oportunidad de fijar en nuestra memoria colectiva una versión lo más clara y sencilla posible sobre lo que ocurrió en el país en los años 90. Es de lamentar (aunque resulta inevitable en un juicio de estas características), que en lugar de aproximarse a una versión más o menos ponderada sobre lo ocurrido, la defensa y las partes acusadoras se hayan entrampado en la insistencia por confirmar teorías extremas, y por ello irreconciliables, sobre el periodo de los noventa. La Fiscalía y las víctimas han sostenido una versión sobre la culpabilidad total de Fujimori que supone la demostración de órdenes directas y expresas que posiblemente nunca haya sido necesario emitir. Al frente, la defensa pretende una exoneración de responsabilidad penal tan absoluta que resulta institucionalmente insostenible. Nadie en el juicio ha intentado pararse en medio de ambas versiones. Y esto es lamentable porque las versiones extremas, por lo general, corresponden a apetencias, aversiones, principios o preferencias subjetivas, pero no a un juicio reflexivo sobre los hechos y las responsabilidades que corresponden a su organización.

            Como simple observador me parece difícil aceptar la imagen de un Fujimori premeditando y organizando en persona las matanzas de Barrios Altos y la Cantuta. Salvo que medie un grave desorden de conducta, no encuentro manera de convertir a un profesor de matemáticas recién llegado a la política en un asesino en serie, menos a casi un año de haber reclutado para su entorno a personalidades como Gloria Helfer y Hernando de Soto. En lo personal, ni siquiera creo que Fujimori supiera mucho de la violencia que atravesaba el país en ese entonces. Menos puedo creer que haya desarrollado tan a prisa la perversa habilidad que se requiere para usar la muerte como táctica política. Aunque sea sólo una hipótesis, de hecho, no estoy en posición de probar nada, me convence más la imagen de un Fujimori completamente inexperto, emboscado por alguien (¿Montesinos acaso?), que podría haberle impuesto la masacre de Barrios Altos como hecho cumplido. Si recordamos el periodo, observaremos que a principios de los noventa la corporación militar estaba dividida entre varias “alas duras” y otros varios grupos de oficiales que intentaban deshacerse de alguna manera de un pasado reciente plagado de masacres inútiles. En medio de ese giro, las investigaciones en el Congreso sobre casos como El Frontón y Cayara creaban el riesgo objetivo de que las cosas terminaran con juicios en forma. Sucesos como el golpe de Estado de abril de 1992, los cambios en la política de ascensos militares y las masacres de Barrios Altos y Canto Grande, pueden haber servido para forzar a la corporación y al propio ex presidente a “cerrar filas” a favor de la impunidad de los crímenes de los ochenta. Si esto fue así, entonces el problema no está en tratar de probar si Fujimori tenía o no “dos estrategias antisubversivas”.  Lo que hay que probar es que los crímenes en efecto se cometieron,Un balance final y que Fujimori, siendo el Presidente de la República, no hizo nada desde Barrios Altos para evitar que Canto Grande y La Cantuta ocurrieran. Si se trataba de resolver un problema político forzando al sistema a tomar partido por la impunidad, entonces la omisión revela aquiescencia, y se convierte en algo tan grave como matar, sin necesidad de buscar en ningún archivo firmas probablemente inexistentes.

            No hemos discutido sobre el significado de las omisiones de reacción en este contexto. La acusación ha buscado la prueba de un hecho extremo. A pesar de su gran desempeño, no creo que haya logrado este objetivo. En reacción, la defensa se ha limitado a eludir los golpes. Fujimori no se ha sentido obligado a pedir perdón por lo que en efecto puede no haber ordenado, pero sin duda dejó hacer. Y si mis sospechas son ciertas, lo dejó hacer por la más banal de las razones: Facilitar su propio posicionamiento político en base a una alianza perversa e innecesaria que, sin embargo, cumplió su objetivo: Evitar los juicios sobre violaciones a los derechos humanos que debieron hacerse a principios de los noventa.