miércoles, 12 de octubre de 2011

Tribunales, explotación de interferencias y ética institucional


Tribunales, explotación de interferencias y ética institucional
César Azabache Caracciolo

En un reciente artículo (El Comercio, 05/10/2011), el profesor Monroy ha presentado una justificada protesta contra la poca resistencia que por lo general muestran nuestros tribunales ante opiniones establecidas sobre el modo de resolver casos legales. Para el profesor Monroy la difusión de opiniones provoca una suerte de “proceso paralelo” al judicial que “anticipa” una solución como la única justa, etiquetando de antemano al tribunal que disienta como “torpe o corrupto”. Promover estas opiniones, concluye, constituye “una ruptura feroz y constante [de] los parámetros éticos sobre la información judicial”.
Reconozco en este artículo una crítica fundada a un caso de moral binaria. Cierta intolerancia aprendida nos lleva demasiadas veces a confundir nuestras opiniones sobre lo justo con una suerte de “deber-ser-absoluto” que etiqueta toda disidencia (y no sólo la judicial) como expresión de un opuesto inaceptable. Los esquemas binarios en moral (bueno/malo, sin más opciones) son tremendamente peligrosos. Y más cuando llegan a los medios. Pero entonces la protesta que lanza el profesor Monroy debería extenderse a toda expresión de moral binaria. Y estoy seguro que el profesor Monroy asentiría en ello.
Pero una cosa es recusar un caso de moral binaria y otra distinta pretender que los medios se abstengan de discutir casos legales. No creo que el profesor Monroy pretenda esto último. De hecho, el ejemplo que aparece hacia el final del artículo (la filtración de información sobre deliberaciones judiciales) me permite pensar que su protesta se dirige en realidad a una práctica en concreto, que llamaremos “explotación de interferencias”.
Las interferencias son distorsiones que se producen en el ambiente de neutralidad en que deben resolverse los casos legales. En los hechos, por más institucionalizado que esté un sistema, los tribunales actúan siempre en medio de entornos sociales plagados de prejuicios, preferencias subjetivas, intereses, opiniones y las relaciones de interés que están presentes, en mayor o menor medida, en la mente de quienes deben tomar decisiones. El sistema institucional intenta contrapesar la influencia de estos factores inevitables con una serie de mecanismos legales. La medida en lo que lo logre puede denominarse “resistencia institucional”. Pero posiblemente no haya manera de lograr una tasa de resistencia igual al 100%. Hay que admitir en consecuencia que las interferencias existen, como existe el error judicial. Pero una cosa es admitirlo, y otra distinta montar un negocio para explotarlas, y ofrecer al mercado estrategias de defensa y promoción de intereses basadas exclusivamente en esa explotación. Que alguien filtre a la prensa copias informales del borrador de una sentencia futura constituye, sin duda, un acto de explotación de interferencias. Como lo constituye que alguien filtre cintas de audio tomadas de escuchas ilegales o que alguien ofrezca el soborno o el chantaje como vía para ganar juicios. El sistema no puede (no debe) admitir que existan agencias que exploran interferencias como forma de defender o promover intereses de ningún tipo.
Los casos Montesinos y BTR han mostrado demasiado bien con cuánta facilidad la opinión pública puede, sin notarlo, servir de caja de resonancia a estrategias de explotación de interferencias. Si entendemos entonces en la protesta que contiene el texto del profesor Monroy un llamado para impedir que ese tipo de productos tengan éxito en el mercado, pues entonces hay que aunarse a la protesta.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

¿Imprescriptilidad?


¿Imprescriptibilidad?
César Azabache Caracciolo

Probablemente las reglas sobre prescripción estén entre las más complejas de explicar. De hecho, la moral intuitiva no ofrece un respaldo claro para una limitación que impide acusar a quien se considera responsable por un delito sólo en atención al tiempo que ha transcurrido desde que el hecho fue cometido. En un medio fuertemente marcado por el burocratismo y la congestión, las reglas sobre prescripción adoptan el perfil de una coartada formal innecesaria puesta gratuitamente a disposición de quienes organizan sus defensas en base a una calculada dosificación de trampas dilatorias. Para impedir una condena, parece ser la conclusión perversa de este estado de cosas, basta con entrampar el procedimiento tanto que se alcance el ansiado plazo de prescripción. O basta incluso con confiar en que la propia inercia burocrática del sistema entrampará el procedimiento hasta esa meta.
Pero entonces el problema no proviene sólo del carácter contra intuitivo que tienen las reglas sobre prescripción. Proviene además de los efectos no deseados que ella produce en un contexto marcado por disfunciones organizacionales severas. Pero la teoría enseña que cualquier disfunción debe corregirse sin atacar reglas necesarias. El que reformemos o no las reglas sobre prescripción debe depender entonces de una revisión seria de su fundamento y función. No tiene sentido que abordemos la reforma a las reglas de prescripción en un esfuerzo desordenado e impreciso por resolver, ocultar o tamizar los problemas que la congestión y el retardo del procedimiento aún provocan.
Ahora bien, las razones que ofrecen las doctrinas legales para fundamentar las reglas sobre prescripción son tan contra intuitivas como la regla misma. En un apretado resumen, puede decirse que las reglas sobre prescripción, junto con otras como la presunción de inocencia, forman parte de un paquete de limitaciones formales impuestas a la Fiscalía que intentan compensar la mayor fuerza institucional que le concede el disponer de recursos públicos (fondos del Tesoro, autoridad establecida y el apoyo de la policía) para sostener su propia actividad. Las ventajas formales que provienen del “ser un sujeto público” son niveladas por el sistema con determinados límites también formales, especialmente asociados al tiempo que puede tomar organizar un buen caso y al tipo de material que debe sostenerlo. La aceptación de las reglas sobre prescripción (sólo una de muchas limitaciones impuesta a la Fiscalía) depende entonces de la aceptación de una regla previa, conforme a la cual la persecución de delitos debe atender a determinados límites regulatorios establecidos por el propio sistema para nivelar o equilibrar el resultado buscado, que son decisiones justas, no el mayor número de condenas posible.
Pero las reglas sobre prescripción (como todas las reglas limitadoras impuestas al sistema) admiten límites, que pueden ser revisados permanentemente (extendiéndolos o recortándolos) en atención a su fundamento y función. Ya desde mediados del siglo pasado se ha excluido de su alcance los crímenes de lesa humanidad. En nuestro caso, ya desde finales de los 90 admitimos que la fuga del investigado impide que los plazos de prescripción corran a su favor. Sobre esta base, no necesitaríamos una reforma constitucional, sino una Sentencia del TC o de la Corte Suprema para excluir del alcance de la prescripción el tiempo durante el que el responsable logre ocultar su propio delito activamente. También bastaría con una sentencia de estos tribunales para excluir del alcance de la prescripción los casos en que el retardo del procedimiento provenga de interferencias causadas por la defensa. Eventualmente, la suspensión de un procedimiento en espera de complejos informes de expertos o de reportes de dependencias extranjeras podría también justificar dejar en suspenso plazos de prescripción sin alterar los fundamentos ni la función de estas reglas, y sin requerir más que una reforma legal o una decisión fuerte de los principales tribunales de justicia.
Digo entonces, aunque el tema sin duda alcanza para mucho más, que las reglas sobre prescripción tienen sentido, aunque sean contra intuitivas. Digo también que revisar su alcance tiene sentido. Pero digo además que promover una reforma constitucional para excluir de la prescripción de plano un tipo de delitos restaría fuerza moral a los límites ya impuestos y por imponerse a través de la jurisprudencia y de la ley a estas reglas. 

viernes, 9 de septiembre de 2011

Punto Final



Punto final
César Azabache Caracciolo

El miércoles 7 de este mes ha sido difundido el voto del señor Santa María que cierra el debate sobre la condena a imponerse al jefe del amotinamiento de enero del 2005. Ya es sabido que el señor Santa María ha votado a favor de la ponencia suscrita por los Señores Rodríguez, Neyra  y Castillo, que se inclinaba por calificar el hecho conforme a las reglas del homicidio simple, el secuestro, la rebelión y otros delitos menores y por imponerle una condena a privación de libertad por 19 años.
Visto el texto hay que decir que agrega razones legales de peso a favor del voto de la mayoría, frente al voto de los señores Villa Stein y Pariona, aunque la explicación sobre la condena a 19 años (siendo 20 la condena mínima para los casos de secuestro) me sigue pareciendo insatisfactoria. Y también lamento (aunque esto es explicable técnicamente, no era ineludible) que el fallo haya optado por una manera a mi parecer innecesariamente conservadora (pero no por ello indebida) de interpretar las reglas sobre el asesinato. Si alguna diferencia moral media entre los eventos de Locumba y los de Andahuaylas es, precisamente, el carácter innecesariamente cruento de estos últimos. Calificar las muertes del Puente Constitución como homicidios simples y no como asesinatos me produce, entonces, resistencias morales. Pero no podemos dejar de reconocer (aunque no nos guste) que era una de las opciones posibles desde el punto de vista estrictamente jurídico.
En todo caso, el proceso ha concluido. Antes de cerrar, el anuncio hecho por el propio condenado de su inminente liberación, y de la instrumentalización que preparaba hacer para recuperar la libertad por beneficios penitenciarios o por una amnistía provocó una reacción de la comunidad sólo comparable con la que frenó hace algunos años la posibilidad de allanar el camino para una solicitud de beneficios penitenciarios, aparentemente del señor Crousillat, sobre la base de descontar los días de detención domiciliaria como si fueran días de detención en cárcel. El test institucional impuesto por el propio condenado ha servido, desde mi punto de vista, para dejar completamente en claro que los sistemas institucionales, más allá de la neutralidad que deben mantener, no son manipulables. Son capaces de reaccionar a influencias externas y reposicionarse. Dan cuenta de esa reacción el que la Fiscalía de la Nación, la Corte Suprema y el Ministerio de Justicia hayan aclarado que los beneficios penitenciarios no se conceden automáticamente sólo por el paso del tiempo durante los debates provocados por el propio condenado, el que se le haya sancionado por dirigirse a los medios de prensa sin autorización oficial desde una cárcel de máxima seguridad y el que se haya sancionado también a quienes tenían su custodia a cargo. En este marco (no es ninguna paradoja) es también muy importante que el Señor Santa María haya reaccionado con su voto, no contra tendencia, sino de manera equilibrada, centrando el caso a través de una decisión que puede ser opinable, pero que es equilibrada y que deja en claro que el judicial, aunque pueda equivocarse, tampoco tiene la obligación de seguir a pie juntillas la dirección que se imprime desde la comunidad de observadores o formadores de opinión en estos temas.
Más allá de preferencias personales, y de las secuelas que sin duda el caso tendrá todavía (ya se anuncia un habeas corpus que reiniciará los debates sobre el hecho) debemos reconocer que el caso está institucionalmente cerrado. Y cerrado con la autoridad de una judicatura que ha demostrado saber equilibrar con cuidado  el curso de un procedimiento que parecía destinado a descarrilarse, a llevarse por delante la confiabilidad de un sistema institucional que aún está en permanente revisión y observación.
Aunque, insisto, no responda a mis preferencias personales, saludo los términos en que se ha cerrado éste caso. La cárcel, como destino de una persona, sea quien sea, constituye siempre un resultado doloroso. Pero la impunidad frente a eventos de esta envergadura dolería a todos aún más. El judicial ha protagonizado uno de los debates morales más intensos del tiempo presente. Y desde mi punto de vista, lo ha cerrado con el equilibrio que debe caracterizar todas sus decisiones siempre.

jueves, 11 de agosto de 2011

A distancia del castigo máximo posible



A distancia del castigo máximo posible
César Azabache Caracciolo

El amotinamiento de Andahuaylas de enero del 2005 representó un inoportuno intento por reinstalar la violencia como forma de acción política en nuestro medio. Por eso el debate sobre el caso tiene un enorme significado moral. A diferencia de lo que ocurrió en Locumba, en el Puente Constitución en Andahuaylas se produjo la muerte de 4 policías que sólo estaban intentando cumplir su deber. La provocación de 4 muertes innecesarias tiene suficiente fuerza moral para justificar la demanda de la comunidad porque los hechos sean considerados a partir de las reglas sobre asesinatos. Y sin embargo son precisamente estas reglas las que están siendo dejadas de lado por la Corte Suprema.

La clave del debate moral en el caso está en la inclusión o exclusión de los cargos sobre asesinato en la lista de delitos en que se basa la condena. Pero el debate se ha hecho especialmente intenso por la soberbia con que el jefe del amotinamiento y su defensa han anunciado que el sólo hecho de discutir si las reglas sobre asesinato y secuestro agravado se aplican al caso constituye la antesala política de su liberación. Incluso pasando por alto el abandono de las reglas sobre asesinato, la condena propuesta en la Suprema, ya sea a 17 o a 19 años, es por cierto muy severa. Y no implica automáticamente la concesión de ningún beneficio penitenciario. A distancia de lo que piensan la defensa del jefe de los etnocaceristas, un condenado no obtiene beneficios penitenciarios por el solo paso del tiempo, o porque se excluya tal o cual delito de su condena. Los beneficios penitenciarios deben otorgarse sólo a personas condenadas que demuestran aptitud para reincorporarse a la sociedad en condiciones aceptables. Quien 6 años después del crimen sigue reivindicando lo que hizo y anuncia que su primera acción, de recuperar la libertad, será reorganizar al grupo que se amotinó, claramente no califica para ningún beneficio sea cual sea el delito por el que se le condena finalmente.

Puesto así el debate, dos gestos se vuelven urgentes: El Procurador del Ministerio del Interior debería solicitar una audiencia a la Corte Suprema antes que el señor Santa María emita su voto sobre el caso.  Esperaríamos ver en esa audiencia un Procurador que deje en claro que los intereses del Ejecutivo corresponden a lo que el Estado debe perseguir: Que eventos como el que causó las muertes de Puente Constitución no se repitan jamás. Además la jefatura del INPE debería dejar en claro, públicamente, que los condenados que insisten en reivindicar sus crímenes después del juicio no pueden ser recomendados por el gobierno para ningún beneficio penitenciario.

De hecho el señor Santa María, el siguiente Juez Supremo llamado a votar en este caso, tiene libertad suficiente para optar por la decisión que le parezca más justa, sea adherir a uno de los votos en disputa o recuperar los cargos por asesinato (imprescindibles para ajustar la sentencia final a la descripción más adecuada del evento). En cualquiera de estos casos, la condena será mantenida. Y el principal acusado no puede pretender obtener beneficios en base a ella sin primero reparar los daños cometidos, pedir perdón al país por lo que hizo y, sin duda, garantizar la desmovilización inmediata e incondicional del etnocacerismo. 

lunes, 30 de mayo de 2011

El equilibrio futuro



El equilibrio futuro
César Azabache Caracciolo

La desconfianza que provocan las dos minorías en disputa debería haber llevado a los candidatos a ofrecer verdaderas garantías de equilibrio y estabilidad para el manejo de la cuestión pública en el futuro inmediato. Ya se ha dicho que las promesas verbales hechas por ambos antes del debate satisfacen poco. Una verdadera disposición a gobernar en base a acuerdos hacia el centro se habría expresado mejor en el anuncio anticipado de gabinetes independientes que expresen la voluntad de cada candidato de limitar su propia influencia en el sistema político.
Uno se preguntaría qué sentido tenía esperar que un candidato que espera gobernar anuncie antes de ganar que nombraría un gabinete independiente. Pues tenía todo el sentido del mundo si tomamos en cuenta que el ganador de las elecciones sólo representará al tercio o menos del electorado del país. En estas elecciones ninguna de las dos opciones en disputa tiene verdaderamente la mayoría. Ninguna debería estar entonces en posición de controlar al Congreso sin una agenda clara de acuerdos políticos constructivos y sin una mediación institucional sólida  que asegure el desarrollo eficiente de una red de negociaciones complejas basada en alianzas por sectores.
Sin embargo ninguna de las dos candidaturas ha dado señales de necesitar un giro institucional hacia el centro. Ambas han preferido presionar al centro, más que convocarlo, y han logrado dividirlo todavía más de lo que ya estaba dividido en primera vuelta. El ex Presidente Toledo anunció ya su respaldo al señor Humala. Los señores Castañeda y Kuckynski anunciaron su respaldo a la señora Fujimori. Terminaron de dividirse sin siquiera intentar imponer un compromiso que les permita asegurar, como representantes del centro político, una mínima cuota de influencia sobre el sistema resultante.
Las dos candidaturas han jugado a polarizar al país en base a la reducción del otro a sus aspectos más negativos. El centro ha caído en el juego y se ha dividido en base a una ingenua identificación de lo menos aceptable como base para impulsar el voto en dirección contraria. Válido para la decisión personal en las urnas, el llamado público a votar contra el menos aceptable crea una mayoría aparente, que sin embargo es capaz de ensoberbecer al ganador, permitiéndole olvidar su verdadera dimensión electoral. Pero más grave que eso, el llamado público al voto contra el menos aceptable puede terminar desarticulando al centro en formación, que ya ha perdido la primera vuelta precisamente por su completa incapacidad para reconocerse como opción en convergencia.
Las dos minorías han construido sus plataformas previendo la nula capacidad de convergencia que el centro sería capaz de desarrollar incluso después de la derrota de abril. Y esto es extremadamente peligroso, porque perdida la opción de forzar a los candidatos a ceder en el gabinete, la segunda alternativa pasa por consolidar al centro como una bancada única que asegure un congreso “a tres bandas” ¿Podrán hacerlo después de la división de opciones en que han caído en segunda vuelta? ¿O pasaremos a un Congreso de “dos bandas imperfectas” con algunas personalidades sueltas?
La tercera opción de estabilidad institucional proviene de asegurar el resultado de las elecciones que deben hacerse en el segundo semestre del año de dos nuevos miembros del Tribunal Constitucional y del nuevo Defensor del Pueblo. Sin embargo el TC acaba de cometer la impertinencia de llamar a audiencia en el caso Fujimori vs. Corte Suprema para el primero de junio, en medio de una innecesaria y poco explicable crisis interna. Sería esperable que el TC reconsidere esta decisión y se asegure de mantener la prestancia de un organismo que está llamado a ocupar un papel decisivo en la mediación institucional en el periodo siguiente.

Una agenda mínima de estabilidad institucional requiere, sin duda, una suerte de veeduría ciudadana permanente con suficiente espacio institucional para funcionar como articulador de las relaciones entre ciudadanía y ejecutivo. Una especie de complemento intermedio a las labores de nuestro parlamento unicameral, que de alguna manera al menos simbólica llene el vacío que nos ha dejado la ausencia de un Senado, y articule de manera eficiente las relaciones entre los poderes públicos y la Presidencia del Consejo de Ministros ¿Asumirá el reto el Acuerdo Nacional? 

sábado, 28 de mayo de 2011

Mirando (nuevamente) debajo de la alfombra



Mirando (nuevamente) debajo de la alfombra
César Azabache Caracciolo
La reciente reforma a las reglas sobre el delito de colusión o fraude en contratos públicos ha provocado más reacciones de rechazo de las que merece. Probablemente por lo inoportuno del momento en que se ha aprobado, la reforma ha sido etiquetada como si fuera una ley de impunidad o un ataque contra el sistema anticorrupción. En realidad la reforma se limita, con un lenguaje quizá demasiado simple, a dejar en claro que los casos de fraude en contratos públicos suponen un ataque al menos inminente al patrimonio del Estado; descarta la posibilidad de llevar ante tribunales casos de simples infracciones formales, y eleva la condena mínima posible a 6 años de cárcel. El texto de la ley no contiene una sola palabra que provoque ninguna catástrofe sobre los principales casos de fraude contra el Estado que están ahora en proceso en el sistema anticorrupción. Los casos que pueden ser atacados a partir de esta ley son sólo aquellos que se ha querido promover sin apoyo en una teoría seria sobre perjuicios al menos inminentes al patrimonio del Estado. Y estos casos ya estaban siendo atacados en el marco de la ley anterior por falta de relevancia. Para quienes hemos sostenido siempre que los fraudes en contratos públicos tienen que expresarse siempre en un perjuicio al patrimonio del Estado, esta ley no cambia nada. Sólo aclara algo que ya estaba presente en la comprensión de la comunidad académica y en la jurisprudencia de la Corte Suprema.
De alguna manera la ley corta el camino a dos debates que estaban tomando más tiempo del debido, pero que no se refieren a ningún aspecto medular de la lucha contra la corrupción. El primero de estos debates se ha producido por algún intento de extender las normas sobre colusión a casos regulatorios, como los de determinación de tarifas por servicios públicos. Los casos de intervención de reguladores no son para nada semejantes a los contratos por medio de los cuales se compra de bienes o servicios por cuenta del Estado. Sin embargo alguna fiscalía ha intentado con cierto éxito usar las normas sobre colusión para llevar a tribunales casos contra reguladores, bajo el texto de una cláusula de la ley anterior que permitía extenderla a operaciones “semejantes” a la compra de bienes y servicios. La ley ha eliminado esta cláusula de extensión y al hacerlo, ha cerrado el debate sobre reguladores.
El segundo debate que cierra la ley se refiere al uso de las reglas sobre colusión para llevar a tribunales casos basados en observaciones administrativas sobre procedimientos y modalidades de contratos, sin impacto sobre el Tesoro Público. Algunos magistrados en el Ministerio Público e incluso en el judicial venían sosteniendo que el concepto “defraudación” usado en la ley debía entenderse de manera que encajara en él cualquier infracción a reglas administrativas. Defraudaba al Estado entonces todo aquel que cometiera una infracción. Y entonces toda infracción podía ser llevada ante tribunales bajo las reglas del delito de colusión. Nosotros hemos sostenido ya bajo el texto de la ley anterior que no hay manera de pretender que toda infracción administrativa sea inmediatamente un delito, menos uno que puede ser sancionado hasta con 15 años de cárcel. El debate ha estado abierto y la Suprema no había logrado cerrarlo hasta el momento. Tampoco proponía cerrarlo en el proyecto original que presentó al Congreso. El texto de la ley lo hace: Impide que en adelante se lleve a tribunales casos por simples infracciones formales a las normas de contratación pública.

Pero ninguno de estos cambios se refiere a los temas que preocupan a la lucha contra la corrupción. Y esto por una razón muy sencilla: Los casos de fraude que interesan a la lucha contra la corrupción son precisamente los casos que describen maniobras para perjudicar al menos de manera inminente el patrimonio del Estado. Y para estos casos la ley no introduce dificultad alguna, sino por el contrario levanta la pena hasta un mínimo de 6 años, lo que significa que en adelante las condenas por estos casos deberán ser siempre efectivas. La ley elimina la posibilidad de condenas condicionales en casos de este tipo.

lunes, 16 de mayo de 2011

En busca de un punto de equilibrio


En busca de un punto de equilibrio
César Azabache Caracciolo

En un artículo publicado en esta misma página (El Comercio, 9/05/2011) Jose Daniel Amado Vargas nos ha ofrecido una opción interesante para resolver el dilema que contiene la elección de junio. Si la cuestión en juego proviene de la desconfianza que inspiran ambos candidatos, entonces deberíamos concentrarnos (dice él, más allá de los compromisos y juramentos) en fortalecer y prepararnos para usar intensivamente aquellos mecanismos institucionales que han sido diseñados para contener cualquier exceso del Ejecutivo y equilibrar el juego de poderes. En concreto, el artículo de Amado Vargas invita a trasladar nuestras expectativas de orden y estabilidad, desde la elección del Presidente, hacia la designación del Gabinete entrante, en especial del Primer Ministro, y de las principales magistraturas que deben ser cubiertas por elecciones del parlamento en el segundo semestre.
Creo que es una buena idea. Una Presidencia del Consejo de Ministros fuerte operó como llave para resolver los problemas de confianza que provocaron en determinados momentos los gobiernos de los Presidentes Toledo Manrique y García Pérez. Tal como quedó establecida desde la transición de Paniagua, la Presidencia del Consejo de Ministros puede funcionar con enorme vitalidad como eje de articulación de las relaciones entre el Ejecutivo, el Parlamento y el electorado. Y puede ofrecer una alternativa de equilibrio que nivele la sensación de desconfianza e imprevisibilidad que ofrecen, desde más de un punto de vista, los actuales candidatos. Trasladar el baremo de elección desde el candidato y la minoría a la que representa al poder de convocatoria y la estabilidad del próximo gabinete puede ser una excelente idea. Por ello, exigir a los candidatos que sean capaces de presentar sus opciones de Gabinete y de Primer Ministro no sería en absoluto inoportuno. De hecho, creo que nadie aceptaría que las dos candidaturas en carrera puedan haber pasado por alto a estas alturas que necesitarán un gabinete fuerte si ganan las elecciones. Y estamos a menos de un mes de los comicios finales. No tendría sentido entonces que los candidatos pretendan "prematuro" discutir sobre el modo en que se conformarían sus próximos equipos ministeriales a estas alturas. De hecho, la cuestión sobre la identidad del gabinete puede ser la llave necesaria para alejarnos del dilema de elegir la opción en la que menos desconfiamos, para abrirnos las puertas a un voto seguro y reorientado sobre nuevas bases.
                Pero la cuestión del Gabinete y el Primer Ministro no es la única en la agenda. Las crisis institucionales se expresan en cuatro foros: los medios de comunicación, el parlamento, la judicatura y el Tribunal Constitucional. La cuestión sobre la preservación de independencia de los medios ha sido ya puesta en debate. La independencia del parlamento puede resultar de sostener los esfuerzos ya iniciados por consolidar el equilibrio que produce un resultado "a tres bandas" como el que parecen haber producido las elecciones. La independencia de la judicatura, y por extensión de las Fiscalías, parece asegurada por diferentes razones por la investidura de los señores San Martín Castro y Peláez Bardales al frente de cada una. La cuestión por resolver, entonces, proviene de la elección que viene de dos miembros del Tribunal Constitucional. El señor Vergara Gotelli ha agotado su ciclo. El Presidente Mesías Ramírez está a punto de hacerlo. Más allá de los debates y las críticas que determinados fallos puedan haber producido, el Constitucional está llamado a consolidarse como uno de los principales factores de estabilización del sistema institucional en el siguiente periodo. No es para nada inoportuno entonces que comencemos a pensar, desde ya, en la forma de garantizar una selección inteligente de los nuevos miembros que integrarán el Constitucional.
                La lista debería incluir además la elección del nuevo Defensor del Pueblo. Y debería proyectarse también hasta asegurar la independencia de las entidades reguladoras.
De hecho, es aquí donde acierta Amado Vargas: Desconfiamos ahora de nuestra capacidad para mantener las bases de estabilidad que construimos en estos últimos 10 años. Fortalecer nuestros contrapesos institucionales y prepararnos para hacer funcionar el sistema de manera menos concentrada puede ser una buena manera de resolver la incertidumbre y terminar de alcanzar la madurez política que nos falta para consolidarnos como Estado.
               


miércoles, 9 de febrero de 2011

Caso Egoavil Julcarima



El caso Egoavil Julcamira
César Azabache Caracciolo

He estado siempre y me mantengo en desacuerdo con reimplantar la pena de muerte. Respeto cualquier posición contraria, sobre todo cuando proviene de reacciones impulsivas ante casos como el de Egoavil Julcamarca. Pero una cosa es entender esta reacción, y otra distinta, respaldarla en sus consecuencias.
Los impulsos subjetivos nunca ofrecen un respaldo institucionalmente sostenible para organizar reformas institucionales. Más allá de las impresiones subjetivas que dejan crímenes como éste, a largo plazo la pena de muerte está destinada a la misma suerte que los trabajos forzados, la tortura y las mutilaciones: Ser abolida como condena judicial. Reimplantarla es un despropósito. Nótese que el régimen de Fujimori de los 90 (el más proclive a contradecir los tratados sobre derechos humanos) no pudo reimplantarla, pese a todos sus esfuerzos. Insistir en ella sólo provocaría que nos estrellemos contra la pared de la historia. Y claro, nadie quiere estrellarse contra ninguna pared. Por eso, el tipo de respaldo que convoca este tipo de reacciones (fundamentalmente impulsivo) se diluye con el paso de los días.
En los últimos 20 años el debate sobre la pena de muerte fue parcialmente resuelto en base a una teoría que podríamos llamar del margen de error del procedimiento judicial. La teoría sostiene que los tribunales no se equivocan por falta de capacidad, sino porque es imposible establecer reglas que reduzcan la probabilidad de error del procedimiento judicial a cero. Claro, en diferentes condiciones, distintos tribunales trabajarán con tasas diferentes de error, mayores en algunos casos, menores en otros. Pero la teoría afirma que siempre existirá algún margen de error, y que por eso la ley implementa remedios como la revisión de sentencias y la indemnización por decisiones injustas. Pues bien, dado ese inevitable margen de error,  es sencillo promover que queden prohibidas decisiones definitivas o irrevisables, como la mutilación de extremidades del cuerpo o la ejecución del condenado.
La teoría del margen de error ha pretendido en todo este tiempo ofrecer un argumento complementario, de tipo institucional, a cualquier posición moral y jurídica contraria a la pena de muerte. Podemos partir de posiciones morales distintas e incluso antagónicas. Pero el margen de error de los procedimientos judiciales es indiscutible. De ahí la utilidad de la teoría.
Ahora bien, entiendo que sea difícil aceptar esta teoría como límite para reaccionar ante casos como el de Egoavil Julcamira. Aquí el acusado ha confesado su crimen. Los casos horrendos nos imponen la necesidad de una explicación rápida. Creer al confeso ofrece una excelente coartada subjetiva para cerrar el caso y olvidar la tragedia humana que se revela a través de él. Pero al final ¿la confesión del acusado forma una verdadera diferencia moral entre un caso y otro? ¿Acaso es posible asumir que una confesión por el hecho de serlo determina la verdad de los hechos? En lo personal, no lo creo. Siempre es posible que el acusado mienta o que, al menos, no diga toda la verdad. La confesión no puede, por ello, marcar una diferencia de tipo moral cuando se discute sobre condenas irrevisables como la muerte.

Los problemas éticos fundamentales no se cierran nunca de manera definitiva. Revisarlos continuamente es correcto. Pero es preciso no olvidar que en estos debates, el tiempo, estabiliza siempre las reacciones basadas en impulsos.