lunes, 15 de noviembre de 2010

El ejecutivo contra el ejecutivo



El Ejecutivo contra el Ejecutivo
César Azabache Caracciolo

En el último tiempo hemos tenido por lo menos tres debates fuertes sobre el cumplimiento de condenas a prisión. Primero fue el caso Mantilla, en el que se discutió si las reformas de agosto del 2002 se podían aplicar a quienes fueron detenidos por corrupción antes de esa fecha. Luego vino el caso Crousillat, sobre los límites del indulto. Y ahora está el caso Berenson, en el que el Ejecutivo cuestiona que se conceda al mismo tiempo el descuento de condena por trabajo y la liberación condicional.
En general, la justicia penal supone que el castigo impuesto a los condenados como responsables por cometer delitos sea cumplido íntegramente. Y suponen que el Estado sostenga un cuerpo de administración y vigilancia que se haga cargo del cumplimiento de las condenas. Las mimas reglas permiten a los condenados acceder a beneficios que son al mismo tiempo estímulos individuales y mecanismos de control y prevención sobre su comportamiento futuro. En nuestro caso, los condenados pueden obtener, principalmente, descuentos en el plazo de sus condenas (“redención”) y regímenes progresivos de libertad vigilada (“semilibertad” y “libertad condicional”), además del cambio de condenas a prisión por otras en libertad (“conmutación”) e incluso la excarcelación inmediata (“indulto”).
Todos estos beneficios son privilegios excepcionales concedidos a personas que ya están condenadas. Por eso deben tratarse con extremo cuidado. Toda limitación al cumplimiento de sentencias judiciales debe ser tomada como una excepción apoyada en muy buenas razones. De hecho el cuidado con el que debe tratarse este tipo de asuntos justifica que el propio Ejecutivo, a través del Consejo Técnico Penitenciario, cumpla en la ley un papel decisivo en la promoción de cualquier beneficio. De alguna manea, la administración debe recomendar a los postulantes a estas excepciones. De esta manera, por el ingreso de la administración, el procedimiento adquiere cierto margen de discrecionalidad necesaria.
Puestas así las cosas, queda claro que la solicitud de cualquiera de estas medidas no es una cuestión de derechos adquiridos, sino una especie de súplica de clemencia respaldada por la propia administración. La concesión de cualquiera de estos privilegios debe partir de una evaluación de estricta necesidad o merecimiento que en ningún caso puede superarse como si fuera un simple asunto de mero trámite. Los beneficios no son una herramienta para despoblar prisiones (en esto retrocedo en una opinión que defendí al comenzar los 90). La administración debe recomendar al judicial que afecte el curso natural de condenas ya impuestas sólo cuando tenga buenas razones para hacerlo.
Pero entonces algo debe estar funcionando verdaderamente mal en la administración penitenciaria. Y es que las tres crisis que comentamos suponen procedimientos sobre beneficios que fueron iniciados con una opinión favorable del Ejecutivo expresada a través de informes del Consejo Técnico Penitenciario. Guardo por la Ministra Fernandez y por el Procurador Galindo el mayor de los respetos. Y sin duda me cuento entre quienes quisieran que las condenas judiciales (todas las condenas) se cumplan con las menores excepciones posibles. Pero no puedo dejar de notar lo que parece una insistente paradoja: El Ejecutivo aparece en todas estas crisis, al mismo tiempo, como promotor de beneficios y como objetor a los mismos. En cualquiera de estos casos ¿no habría sido o sería más limpio el procedimiento si el Consejo Técnico Penitenciario retirara los informes que ha emitido a favor de los beneficios solicitados, antes de poner al Ejecutivo a litigar contra el propio Ejecutivo?

No veo, honestamente, manera de poner fin a la repetición de estas paradojas sin encarar de una buena vez la refundación, no la simple reforma, de nuestro sistema penitenciario.