sábado, 31 de diciembre de 2005

El populismo en la nueva coyuntura



El populismo de la nueva coyuntura
César Azabache Caracciolo

El populismo es una forma de hacer política en la que se pugna por la adhesión de los ciudadanos en base a ofertas de interés colectivo sin estimación de consecuencias ni de las posibilidades reales de acción. Así definido, el populismo es políticamente irresponsable. Requiere por ello el concurso de estrategias de desarticulación social que impidan que el probable incumplimiento de las promesas hechas genere reacciones de protesta en la ciudadana. Por eso el populismo debilita la política, que está basada, precisamente, en la posibilidad de tomar los compromisos y la palabra empeñada seriamente.
No estoy hablando del “populismo” de la tradición del partido fundado por Belaúnde Terry en los sesenta. Para “Acción Popular” “populismo” equivale a su militancia. Esto es una simple coincidencia. El populismo a que me refiero corresponde al tipo de discurso instalado entre nosotros en el desconcierto posterior a la transición inconclusa del 2000-2001. Creo que la falta de referencias concretas para contestar de manera seria a la pregunta sobre el bien común y la falta de debates claros sobre el modo de salir del entrampamiento en que nos ahogamos, están abriendo espacio al más alocado atolondramiento político de los últimos años. Creo que este es el contexto que explica que un rumor haya provocado una competencia en mi opinión insensata por armar en el menor tiempo posible (y por tanto, con la menor información posible) la propuesta más atractiva para amnistiar no se sabe exactamente a cuántas personas en no se sabe muy bien qué casos, que gruesamente han sido relacionados con la corporación militar, con la lucha contra el terrorismo y con el Informe de la Comisión de la Verdad. Una propuesta para una nueva amnistía mercería discutirse seriamente si estuviera siendo lanzada seriamente. Pero mi impresión es que esta propuesta tiene por único objetivo competir en términos populistas con un rumor: Se dice, aunque no veo manera de confirmarlo, que los partidarios del señor Humala estarían impulsando una campaña “boca a boca” entre miembros de las comunidades militares y policiales, asegurando que un eventual gobierno de UPP incrementaría el gasto militar para renovación de equipos. Los miembros de estas comunidades, electores desde este proceso, y sus familias, están, cómo no, sensiblemente afectados por la restricción de gastos militares de los últimos años. La falta de renovación de equipos ha restringido su posibilidad de cumplir la función encomendada, los ha paralizado profesionalmente y ha incrementado más allá de lo aceptable su exposición a riesgos de violencia. Es comprensible entonces que una propuesta de este tipo, aunque sea formulada sólo en términos populistas, les conmueva. Creo sin embargo que los miembros de nuestras comunidades militares y policiales tienen la madurez suficiente como para percibir que la renovación de equipos policiales y militares sólo es sostenible en el marco de una estrategia también sostenible de incremento de los recursos del Estado, y que ambas cosas requieren un nivel de seriedad en el manejo de los asuntos públicos que sólo puede lograrse con un gobierno competente, profesional y estable. Y sin embargo algunos personajes de la política han preferido mejorar la oferta, también en términos populistas, y han acuñado, casi a ciegas, la propuesta de una nueva amnistía, que parece ofrecer la ventaja de no comprometer gasto público y sin embargo convocar adhesiones, a costa claro de reavivar las rencillas de los ochenta entre los nuevos electores y el movimiento de derechos humanos.
Ofrecer una ley de amnistía para casos de derechos humanos es como ofrecer fusiles de papel. Hay demasiadas razones que explican porqué una ley de ese tipo no operaría en la práctica. Por eso concentrar la búsqueda de adhesiones de nuevos electores en una propuesta de este tipo equivale a cometer una estafa política. Pero más grave aún, equivale a fundar la solidaridad y la confianza de los nuevos electores en estrategias que, en lugar de legitimar y revitalizar al sistema legal, lo aplastan, lo desarman, y lo satanizan.
Si la política tomada seriamente equivale a la administración del poder en el marco de un sistema legal, esta nueva propuesta debería ser asumida, entonces, como “contra política”, si me permiten la construcción.

jueves, 15 de diciembre de 2005

Fujimori frente a la justicia


Fujimori frente a la justicia
César Azabache Caracciolo

Fujimori está inhabilitado y detenido. Más allá de preferencias personales, el sistema legal tiene ahora vallas insuperables que impiden admitirle dentro de la lista de los elegibles. Creo que los partidarios de Fujimori lo han sabido todo este tiempo. Y creo también que, con el derecho que les asiste, han organizando su campaña desde el principio, no para postular a Fujimori como presidente, sino para apoyar en su imagen una plancha parlamentaria que pueda disputar una cuota de poder para el quinquenio siguiente ¿Tenían derecho a hacerlo? Sin duda ¿Serán capaces de reunir a su favor una cuota importante de electores? No lo creo, aunque es temprano para darlo por sentado ¿Habría podido Fujimori obtener mejores resultados si no hubiera sido detenido? Tal vez. Pero el viaje fue un fracaso y puso a descubierto, incluso para sus adversarios, la verdadera dimensión de sus debilidades. Fujimori en Japón había edificado un mito. Sus mensajes sin réplica, la distancia y la invulnerabilidad del exilio alimentaban el mito. Algunos de sus partidarios, aquellos que creyeron en él por razones políticas, fueron atacados muchas veces sin necesidad ni justicia. También esos innecesarios excesos alimentaron el mito. Quizá Chile haya sido un experimento arriesgado para elevar su fuerza en el país y ampliar su representación en el Congreso. Pero falló. Como al final del cuento del mago de Oz, al caer Fujimori perdió los artilugios que respaldaban su imagen. El mito murió el mismo día en que Fujimori apareció cabizbajo y desconcertado en el auto oficial que lo conducía a su actual centro de reclusión en Santiago. Nada es más demoledor para un mito que la confrontación con lo real. Fujimori demostró ser incapaz, sólo, hasta de planificar un operativo político de mediano alcance. Enorme distancia la que media entre el estadista de talla continental que imaginaban sus seguidores y él. Pero enorme también la distancia que media entre él y el enorme monstruo que imaginaron quienes lo convirtieron, no en acusado o extraditable (eso habría sido suficiente), sino en objetivo de una política de Estado.

            Los partidarios de Fujimori (los que creen en él por razones políticas) pueden o no ganar escaños en el Parlamento. Como sociedad, además, a algunos de ellos les debemos una disculpa. La extradición puede terminar en un éxito rotundo, en un fracaso bochornoso o en un final a medias. Las personas que ahora están en prisión pueden salir en libertad por cumplimiento de sus condenas, por excesos en el tiempo de detención o por cualquier otra razón legal. Pero en cualquier caso, la historia nuestra de la transición, con ventajas y desventajas, con aprendizajes y olvidos, con logros y frustraciones, ha terminado. El Perú no puede ser más, a partir del inicio de este nuevo proceso electoral, un país que se divida entre “fujimontesinismo” y “antifujimontesinismo” (por demás, las palabras más feas que usamos en el castellano que se habla en el Perú). La justicia en el Perú no puede ser más la justicia de los “antis” y de las campañas mediáticas de reivindicación política. La transición es un eje de tiempo que sólo tiene sentido para explicar y justificar el modo en que intentamos estabilizar los desórdenes del pasado reciente. El Perú de los noventa, el país de la política y la justicia de tiempos de Fujimori, ha quedado atrás. Después de la caída de Fujimori, no podemos ya hipotecar la interpretación de nuestro futuro al precio de las heridas de un pasado reciente que, cada vez más, debe quedar en el olvido.

viernes, 18 de noviembre de 2005

Lo que debe tener el expediente Fujimori



Lo que debe tener el expediente Fujimori
César Azabache Caracciolo

Quizá el asunto más difícil de la extradición sea sustentar las acusaciones contra Fujimori por los casos de violaciones a los derechos humanos. Fujimori era el mandatario del país, y por ello, el Jefe de las Fuerzas Armadas. Sin duda eso le da un alcance especial a lo que hizo y a lo que dejó de hacer. Además los asesinatos y secuestros o desapariciones forzadas de personas son delitos, con uno u otro matiz, tanto en Perú como en Chile. Pero ¿bastan estos elementos para fundar la extradición?

Para el derecho penal, que es un universo de sutiles diferencias, una cosa es que un delito exista en la lista de delitos de cada país, y otra distinta es que las reglas sobre responsabilidad penal sean semejantes o alcancen para los mismos casos. La cuestión de los delitos se resuelve comparando cada lista. Es, entonces, relativamente sencilla. Pero la cuestión de la responsabilidad requiere una revisión más detallada de la jurisprudencia, es decir, de lo que han decidido los tribunales de cada país en los casos que ya han resuelto. El problema de la responsabilidad penal es tan complejo que, con textos y pruebas semejantes, los tribunales de dos países pueden tomar decisiones distintas, e incluso antagónicas, sólo en atención al distinto modo en que se interpretan las reglas sobre la responsabilidad. En este terreno las razones intuitivas o las preferencias personales sobre lo que debería ser justo son insuficientes para pronosticar lo que hará un tribunal en concreto, que actúa en un contexto determinado y en referencia a sus propias decisiones.

En Chile por ejemplo, Pinochet habría sido llevado a juicio por las desapariciones forzadas y asesinatos cometidos por la llamada “caravana de la muerte” de octubre de 1973 si no fuera por su deteriorado estado de salud. Si uno revisa los antecedentes, que están disponibles en varios portales electrónicos, notará que las pruebas y criterios con los que se preparó el caso son muy semejantes a los que podrían emplearse en casos como la masacre de Barrios Altos o de La Cantuta. En principio, entonces, en Chile como en Perú un ex mandatario puede ser procesado por crímenes cometidos por sus subalternos aunque no haya intervenido directa o físicamente en ellos.

Pero ¿porqué un mandatario debería ser acusado por crímenes que, físicamente, han cometido sus subordinados? ¿No se está pasando por alto una regla básica de la justicia, conforme a la cual las personas sólo deben ser condenadas por sus propios actos? Así como los videos no son, contra lo que a veces parece que pensamos o queremos, la única prueba de un fraude, la responsabilidad por delitos no depende sólo de haber estado en el lugar del hecho o de haber ordenado literalmente que cada delito en particular se cometa. Cualquier persona en otras condiciones responde por un crimen en que ha intervenido físicamente. Pero los jefes de estado, quienes controlan compañías o reparticiones públicas y en muy diferente medida, los jefes de organizaciones ilegales, responden, más allá de las diferencias entre unas y otras, en atención a la cuota de poder, dominio o control que adquieren o conceden usando la posición que ocupan ¿Porqué responden? Porque salvo que se trate de peleles o testaferros organizan y sostienen el aparato que controlan.

Responden por ejemplo quienes concentran un poder excesivo de fuego en un cuerpo al que permiten actuar con extremada libertad o en condiciones de clandestinidad y falta de control. Responden porque quien hace una cosa semejante demuestra que no le importa lo que ocurra. Por eso, si se prueba que el cuerpo irregular se organizó, si se prueba que el ex mandatario sabía de su existencia o delegó tanto poder que no le importó enterarse o no, si se prueba que despreció sin justificación denuncias serias sobre los hechos, si se prueba en resumen, los hechos básicos del caso, la pregunta a resolver será la siguiente ¿qué hizo para evitar los asesinatos?

Inocente o culpable, organizar las cosas sin atender al resultado es casi lo mismo que provocarlo. Entonces, ante un asunto de esta gravedad ¿no le parece que este caso merece un juicio?

miércoles, 9 de noviembre de 2005

El debate que comienza



El debate que comienza
César Azabache Caracciolo

Sería impertinente que Fujimori abriera su caso proclamando su inocencia. Los tribunales de extradición no actúan como tribunales penales, de modo que a ellos no les corresponde discutir si el requerido es o no culpable de los cargos por los que se le acusa. Los tribunales de extradición actúan como una suerte de cortes de audiencias preliminares, en las que se discute si el Estado requirente tiene o no derecho a llevar a juicio al requerido. Y este derecho no depende de que tenga ya ganado el caso, sino de que pueda exhibir razones para intentarlo.
            La pregunta básica del proceso es entonces esta: ¿Una fiscalía chilena haría lo mismo que las fiscalías peruanas si tuviera ante sí la misma cantidad de pruebas en contra de un ex mandatario?
            Las teorías legales que Fujimori ha exhibido hasta este momento no van a servirle en este debate. Su defensa ha sostenido, con diferentes matices, que en el Perú Fujimori sería condenado aunque no lo merezca, sin contar con ninguna oportunidad real de defensa. A favor de esta teoría Fujimori puede exhibir –no reconocerlo sería, en mi opinión, un acto de ceguera- una limitada, pero importante lista de medidas judiciales y parlamentarias innecesarias, confusas, difíciles de explicar o discutibles, las más visibles adoptadas en perjuicio de algunas personas que conformaron su gobierno o su bancada  parlamentaria ¿Alcanza esto para demostrar que los casos contra el ex mandatario son insostenibles? Sinceramente, no lo creo. El sistema anticorrupción tiene, como todo sistema judicial, un importante número de asuntos discutibles y errores que deben asumirse. Pero de ahí a considerarlo algo semejante a los tribunales sin rostro, hay una enorme distancia.
Se discute si los tribunales anticorrupción ofrecen verdaderas posibilidades de defensa a los acusados. Al margen de mi propia opinión, creo que el debate es impertinente en este caso. A consecuencia de su condición de ex mandatario Fujimori no está requerido por estos tribunales, sino por la Corte Suprema. La misma Corte Suprema, hay que decirlo, que acaba de absolverlo en el caso Mobotec, que ha admitido a debate las objeciones de su defensa contra los abogados de oficio y que ordenó su detención sólo después del levantamiento de su inmunidad y de su autoexilio en el Japón. En estas condiciones, creo, es difícil que un tribunal imparcial admita que su detención o los procesos en su contra son exclusivamente resultado de venganzas políticas.
Pero además ¿podría algún tribunal en el mundo poner en duda que un Estado tiene derecho a llevar a juicio a un ex mandatario cuando su principal asesor ha terminado envuelto en crímenes como los que cometió Montesinos? Montesinos no ha sido acusado por uno o dos fraudes, sino por casos que van desde desviaciones sistemáticas de fondos del Estado hasta violaciones a los derechos humanos, y comprenden un periodo que cubre casi una década ¿Puede el principal asesor de un mandatario hacer todo esto sin involucrar al Jefe de Estado?
El debate no es sencillo. Esta cuestión estuvo en la base de los casos Pinochet y Contreras en Chile; ha estado en al base de los casos de la dictadura Argentina; está en la base de los principales juicios contra los ex mandatarios de Ruanda y Yugoslavia y es la principal cuestión a discutir en los juicios por corrupción en todo el mundo ¿Qué tiene que probar el Estado? Que en el derecho comparado existen reglas claras y precisas que permiten llevar a juicio a un ex mandatario en estas circunstancias; que las reglas de derecho penal vigentes en el Perú para estos casos (en nada semejantes a los de Borobbio y Calmell del Solar por cierto) no son esencialmente distintas a las chilenas, y que la cantidad de pruebas que hasta ahora se ha reunido en contra del ex mandatario responde los estándares habituales que exige el derecho comparado para llevar a juicio a un ex mandatario.
En estas condiciones, aunque no se juegue aquí la partida final, esta vez las dos partes de la controversia se juegan la primera batalla por el reconocimiento definitivo de su credibilidad internacional.

miércoles, 12 de octubre de 2005

¿Se pierde la lucha contra la corrupción?



¿Se pierde la lucha contra la corrupción?
César Azabache Caracciolo

Tal vez desde el punto de vista legal los casos apoyados en videos no sean los más graves que enfrenta la justicia. Otros asuntos, como el caso Colina, el tráfico de armas de las FARC, los casos de apoyo y extorsión al narcotráfico o las comisiones ilegales por la compra de los MIG merecen ante la ley condenas de mayor envergadura. Pero los casos apoyados en videos representan mucho, porque han marcado una huella imborrable en la memoria colectiva que impulsó el proceso anticorrupción. El origen y el destino del sistema anticorrupción están atados simbólicamente a la suerte que puedan tener estos procesos. Por eso se entiende que el acuerdo de colaboración de los hermanos Winter (que al fin y al cabo representa una rendición clara de la defensa) haya sido aceptado socialmente sin demasiado esfuerzo. Y se entiende también que la Procuraduría y la Fiscalía expresen abiertamente su satisfacción por el éxito de la defensa del Estado en la primera instancia del caso Croussillat en Argentina.

            Pero en particular el destino final de éste último caso es todavía incierto. El Estado ganó la primera instancia del caso Croussillat, pero todavía falta una apelación. Pasados ya cuatro años desde el inicio del proceso, el éxito definitivo podría llegar cuando esté casi vencido el tiempo para enjuiciar a los acusados. El tiempo es, en estos asuntos, un factor altamente corrosivo. Deteriora la imagen que puede ofrecer el resultado del proceso. Y es que las terminaciones por  prescripción o las liberaciones por beneficios penitenciarios rápidos son socialmente difíciles de explicar.

            Quizá esta sea la principal paradoja que debemos enfrentar. Cuesta entender que asuntos tan visibles merezcan condenas aparentemente menores. Acostumbrados como estamos a debatir sobre condenas a perpetuidad o a 30 años, muchas de las condenas posibles en casos de corrupción nos terminan pareciendo diminutas. Pero no se trata de cambiar las leyes para ponerlas a la medida de nuestras preferencias personales. Se trata, al contrario, de reordenar nuestras expectativas para hacerlas proporcionadas y razonables. Y esto significa reconocer lo avanzado, que no es poco, aprovechar positivamente lo logrado y relanzar el debate sobre justicia y corrupción para tener claro, como sociedad, hacia donde vamos ahora, cinco años después del inicio del proceso.

            Tal vez no nos hemos preparado colectivamente para comprender en toda su dimensión que el proceso anticorrupción iniciado a finales del año 2000 tiene que terminar en algún momento. Quizá no sea mañana o pasado, pero tiene que terminar, y no por una ley de amnistía u otra medida abrupta, sino por una conclusión ordenada y socialmente útil de los principales casos anticorrupción. Para poder hacer esto, es probable que muchos casos, los menos importantes, deban ser transferidos en algún momento al sistema ordinario para concluir allí. Pero al mismo tiempo, la justicia ordinaria debería comenzar a absorber, impregnarse y desarrollarse en base a la enorme reserva moral que se ha acumulado en jueces, fiscales y procuradores y abogados que ahora forman parte del Estado y han lidiado con asuntos sumamente complejos de manera óptima. En lugar de apostar a mantener esa enorme reserva moral acumulada aislada; en lugar de intentar expandir esa pequeña isla cada vez más hacia asuntos distintos a los que le dieron origen, deberíamos apostar por un balance honesto del proceso y reforzar, a partir de esta experiencia, el sistema judicial que queremos todos.

            Quizá con eso detengamos el daño que el tiempo y el retraso pueden hacer sobre una de las mejores experiencias que hemos logrado en materia de justicia.

viernes, 26 de agosto de 2005

Megajuicio contra el terror


Megajuicio contra el terror
César Azabache Caracciolo

Quizá lo más resaltante de las audiencias del caso Colina es la relativa indiferencia que muestra la opinión pública al inicio de los debates. Se trata de un proceso que ha involucrado a la Corte Interamericana de Derechos Humanos (que declaró inaplicable la ley de amnistía). Un proceso que pone nuevamente sobre el tapete el papel de la justicia militar durante la guerra y que reúne una serie de testimonios directos e indirectos sobre las relaciones entre esta agrupación y el SIN. Además, se trata de un caso que reúne una enorme cantidad de evidencias físicas que provienen de la masacre de Barrios Altos y del hallazgo de las fosas de Cieneguilla. Se trata también de un caso que revela la enorme torpeza que ocultan las estrategias de seguridad basadas en escuadrones de la muerte. No debe olvidarse que en el caso Barrios Altos aparentemente los “Colina” equivocaron el lugar del ataque y asesinaron a niños y a personas inocentes creyendo que se trataba de un grupo de senderistas. También se trata de un caso que marca el “punto final” de una forma de violencia que impregnó al país durante la guerra que provocó el terrorismo. Y sin embargo no lo estamos debatiendo como comunidad. Si comparamos la cantidad de tiempo que la televisión ha dedicado a éste caso con la que ha dedicado a otros asuntos, mucho más frívolos y menos decisivos, encontraremos una desconcertante diferencia ¿Por qué?

            El caso Colina pone en discusión la solidez de las pruebas para alcanzar no sólo a sus miembros (varios de ellos confesos), sino además a los principales jefes del servicio de inteligencia y del Ejército, entre ellos, Montesinos Torres. Más allá de la opinión de la comunidad de derechos humanos, que en lo personal comparto, o de los partidarios del señor Fujimori, con quienes discrepo, la Fiscalía debe probar que tiene contra ellos un caso sólido basado en hechos y evidencias. Están a su favor las huellas que muestran los cadáveres, las evidencias sobre las armas y vehículos empleados y los testimonios recogidos por los periodistas de investigación desde los años noventa. Pero falta el debate con la defensa. El juicio debe tratar sobre las razones por las que se debe o no se debe considerar que este escuadrón actuaba atendiendo a órdenes expresas de los más altos niveles de de las fuerzas de seguridad. No dudo que el Tribunal decidirá sobre la culpabilidad o inocencia de los acusados en base a hechos y a pruebas, más allá de las preferencias que cada cual pueda expresar por una u otra posición en disputa.

            El tema es, como puede verse, decisivo, y sin duda debería estar en el centro de la agenda de nuestros debates morales en este momento. Pero no está ¿Por qué tanta indiferencia?

Creo que la respuesta se resume en una palabra: Agotamiento. El sistema comenzó a inclinarse a lo trivial desde que nos impuso el juicio de la señora Beltrán como primer proceso anticorrupción. De allí en adelante ha predominado la tendencia priorizar asuntos confusos, de menor envergadura o laterales. Probablemente las energías comunicacionales del sistema estén por agotarse o se hayan agotado ya. La comunidad puede estar comenzando a mostrar cansancio y ese cansancio daña la posibilidad de discutir en serio los casos más importantes, que recién comienzan a llegar a los tribunales.

            El riesgo principal, si con cambiamos las cosas, si no mantenemos abiertos los debates más importantes, será terminar todo este doloroso proceso sin haber aprendido nada sobre lo vivido. 

martes, 26 de julio de 2005

En buena cuenta el hogar no es la cárcel


En buena cuenta el hogar no es la cárcel
César Azabache Caracciolo

El Tribunal Constitucional ha declarado que la ley del 1x1 para arrestos domiciliarios es inconstitucional porque debilita el impacto de la condena a prisión. El Tribunal afirma que la condena debe confirmar ante todos la vigencia de la ley. Y afirma que descontar de ella el tiempo bajo detención domiciliaria no se justifica porque “en buena cuenta, el hogar no es la cárcel” (párrafo 23). El Tribunal observa que la mayoría de personas bajo detención domiciliaria enfrentan cargos por corrupción y declara que aplicar la regla del 1x1 en estos casos rebajaría el tiempo de las condenas más allá de lo deseable en casos que representan “un peligro inminente para la sociedad” (párrafo 48).

Desde el punto de vista de la moral política esta decisión responde a la indignación que provocó la ley, que fue percibida como una trampa. Pero habría sido mejor que la Sentencia se apoyara en razones distintas. Decir que la detención domiciliaria y la prisión preventiva no son lo mismo es poco menos que declarar una tautología. Declarar que el descuento es inconveniente por sus consecuencias en los casos anticorrupción es inapropiado para un tribunal. El discurso anticorrupción que se refleja en algunas partes de la sentencia es adecuado en manos de la Fiscalía y de la Procuraduría. Pero no es moralmente oportuno en manos de un tribunal de justicia. Un tribunal debe estar más allá de consideraciones políticas, por más nobles que éstas puedan ser.

Salvo por razones transitorias, la justicia no debe organizarse en perspectiva a ninguna política de seguridad, ni anticorrupción, ni antiterrorista, ni antibandas ni antinada. La fiscalía sí. La procuraduría también. Pero los tribunales deben mantenerse al margen. Por eso no se puede admitir que los tribunales adopten decisiones por razones “antialgo”.

Además no era necesario acudir a razones como éstas. La revisión del procedimiento que condujo a la probación de la ley justifica severas sospechas de favoritismo. Y estas debieron ser suficientes. El Congreso aprobó la ley sin un voto en contra, pero después ninguno de sus miembros pudo explicar porqué lo hizo. Y la derogó casi de inmediato, pero después de la audiencia del caso Wolfenson. Aunque no haya evidencias para demostrarlo con el rigor que exigiría un caso penal, una secuencia como ésta justifica la desconfianza que provocó la ley. Y este nivel de desconfianza sobre los fines de una ley debería ser más que suficiente para ponerla en cuestión, por más que académicamente pueda darse mil razones a su favor. El Congreso no tenía derecho a aprobar una ley para que surta efectos en un solo caso. Porque las leyes y los poderes que tiene en sus manos no pueden usarse para fines particulares ¿No era ésta acaso una razón suficiente en sede constitucional para condenar la ley? ¿Para qué admitir consideraciones de política sectorial? Convenientes o no, estas razones no son propias para un tribunal que debe mantenerse al margen de consideraciones de coyuntura.

martes, 12 de julio de 2005

¿Cómo salir de una trampa legal?



¿Cómo salir de una trampa legal?
César Azabache Caracciolo

Una ley aprobada, promulgada, aplicada y derogada en menos de un mes ha producido las consecuencias de un cataclismo en la imagen del sistema legal. Hasta antes de esta ley los condenados a prisión podían descontar a su favor el tiempo que habían estado detenidos durante el proceso. Hacer lo contrario equivaldría a desconocer que la detención provisional, al margen de cualquier teoría legal, opera en los hechos como un castigo impuesto por anticipado. Pues bien, antes de la ley en discusión, los condenados que habían sufrido detención domiciliaria durante el proceso no tenían un derecho a descontar ese tiempo de la condena ¿Que hizo la nueva ley? Introdujo una regla conforme a la cual cada día de detención domiciliaria valía como un día en el penal. Pero casi de inmediato, el mismo Congreso que aprobó esta regla, la derogó.

Sin duda es este comportamiento inconsistente el que sorprende. La regla que permite descontar un día de cárcel por cada día de detención domiciliaria sufrida (1 x 1) puede no ser la única posible y quizá no sea la mejor opción. Pero es sin duda una opción sostenible. No es absurdo pensar, como hacen sus defensores, que la detención domiciliaria es sólo una modalidad de detención y que toda detención debe valer conforme a la misma medida, se cumpla donde se cumpla. No es serio que un Congreso decida conforme a ese criterio y de inmediato de media vuelta y deje sin efecto la regla que aprobó. Proceder de este modo genera confusiones innecesarias en las reglas con que debe decidirse asuntos tan serios como la libertad de las personas.

Ahora, en lo personal, mis preferencias se inclinan por una regla distinta al 1 x 1. Y puedo citar a favor razones de necesidad y urgencia. Por diferentes fundamentos en nuestro país las detenciones provisionales en un penal pueden durar sólo 36 meses. Una vez cumplido ese tiempo la orden de detención caduca y el acusado debe ser puesto en libertad. Pues bien, el problema aparece cuando algunos importantes acusados por secuestro en bandas o por tráfico de drogas solicitan su excarcelación alegando que se habían vencido los 36 meses. La situación derivada de cosas como esta es grave, porque tiene todo el sentido del mundo que la sociedad se sienta alarmada en casos como estos. Y hasta ahora el único remedio en estos casos ha sido emplear la detención domiciliaria para asegurar que el acusado no escape. Pues bien, para poder usar la detención domiciliaria en estos casos es imprescindible que el sistema se organice diferenciándola de la detención en penales. La diferencia entre ambas medidas sostiene salidas como la del caso Tijuana, en el que uno de los principales acusados acaba de ser recluido bajo custodia en un inmueble privado. Una teoría distinta, que identifique ambos regímenes de detención, haría imposible esta salida y conduciría a la calle a los acusados más violentos que han ganado los derechos derivados del paso de 36 meses en detención provisional. Pero entonces debemos afirmar la diferencia entre ambos tipos de detención. Y sin embargo reconocer que el tiempo de detención domiciliaria es, también, un tiempo de privación de libertad. La única manera de lograr ambas cosas sin complicar las reglas más de la cuenta consiste, como han intuido nuestros principales formadores de opinión, en usar la regla del 2 x 1 (dos días de detención domiciliaria equivalen a uno de cárcel) que el Código Penal ya emplea en otros casos.

Lo ridículo en este asunto es que el modo en que se ha comportado el procedimiento parlamentario permite conceder a los beneficiarios de la ley del 1 x 1, ya derogada, un derecho adquirido a homologar los tiempos de detención provisional anteriores a la derogación en una proporción mayor a la que resulta de este argumento. En estas condiciones sería más serio que el Congreso asumiera la defensa de la regla del 1 x 1 y no complicara más las cosas.

sábado, 11 de junio de 2005

Fujimori y un nuevo escándalo


Fujimori y un nuevo escándalo
César Azabache Caracciolo

Ayer Caretas publicó un informe sobre un caso que, a mi entender, sirve de buen pretexto para fijar la pauta de lo que buscamos en asuntos que comprometen la responsabilidad de Fujimori. Se trata de las donaciones del Japón.

            Son hechos públicos que Fujimori promovió donaciones de ciudadanos japoneses (y probablemente no sólo japoneses) para obras sociales en el Perú. También es público que la Presidencia, directamente o través de la Fundación para los Niños del Perú, realizó realmente obras sociales en diferentes partes del país. Y sin duda empleó cuentas en el Japón para colectar el dinero donado antes de nacionalizarlo. Hasta ahí, nada sospechoso.

El informe anuncia el hallazgo de documentos que demostrarían que las cuentas existían y que sobre ellas Fujimori y Aritomi tenían derechos exclusivos. Pues bien, registrar a nombre personal instrumentos financieros de una fundación es incorrecto conforme a las reglas del derecho civil. Pero no es un delito, salvo que existan razones para pensar que alguien usó esa ventaja formal para apropiarse del dinero recaudado. Y verificar o descartar esa sospecha es tan sencillo como revisar las cuentas de ingresos y gastos de la Fundación. Y esto implica revisar además las cuentas de los depósitos obtenidos en Japón y las transferencias que debieron hacerse del Japón al Perú, a fin de comprobar que todo el dinero colectado fue efectivamente nacionalizado.

Aquí comienza el debate. Porque según entiendo, la defensa de Fujimori ha sostenido que la Fundación empleó todo el dinero que ingresó en proyectos y donaciones efectivamente ejecutadas. Pero hasta ahora la defensa de Fujimori no ha mostrado los movimientos de las cuentas en el Japón. Si la Fundación se manejó correctamente, entonces no sólo debe haberse gastado todo lo que ingresó al Perú. También haberse nacionalizado todo el dinero que se colectó. De lo contrario ¿dónde está el excedente?

Pero según entiendo la investigación original de la Fiscalía fue más allá. Porque si los señores Fujimori y Aritomi se hubieran apoderado de fondos colectados, entonces quizá habrían estafado a los donantes y defraudado la confianza de la Fundación, pero nada más. Para que el caso afecte al Estado debe involucrar fondos del Tesoro, no de un particular. Probablemente por eso la Fiscalía buscó establecer si los fondos colectados por donaciones fueron verdaderamente empleados en el Perú, o si en realidad, Fujimori reemplazó estos fondos con parte del dinero que le habría entregado el SIN. Si esto fuera cierto, entonces Fujimori no sólo se habría apoderado de las donaciones, sino que además habría usado dinero del Tesoro para ocultar el forado, y ahí entramos en el terreno de lo relevante para un juicio.

Las preguntas del caso son entonces: ¿Puede o no probarse de manera clara que Montesinos entregó mes a mes fondos del SIN a Fujimori? ¿Puede probarse que Fujimori empleó esos fondos para financiar las obras que, se suponía, eran sostenidas con donaciones del Japón? Hasta ahora, las evidencias sobre las transferencias desde los Ministerios al SIN se muestran sólidas y convincentes. Pero ¿las evidencias sobre las entregas de dinero del SIN a Fujimori son igual de convincentes? Descontemos el testimonio de Montesinos, porque el principal acusado no puede, aunque quiera, mudar su rol por el de un testigo: ¿Cuántas declaraciones involucran a Fujimori? ¿Cuántas de ellas provienen de arrepentidos y cuántas de verdaderos testigos? ¿Cuántos de estos testigos son convincentes? ¿Hay además documentos que sirvan de evidencia? 

martes, 24 de mayo de 2005

¿Por qué Fujimori continúa en Japón?



De nuevo sobre Alberto Fujimori
César Azabache Caracciolo

¿Para qué puede usar Fujimori su documento de identidad en el Japón? Las respuestas sencillas siempre son las más importantes: Con una serie de nuevos escritos y fotocopias del documento de identidad, puede resolver los problemas formales que parece haber tenido su nuevo abogado, César Nakasaki, para intervenir a su nombre en los procedimientos judiciales locales. También puede comenzar a suscribir nuevas comunicaciones ante autoridades locales (¿la ONPE tal vez?). Podrá votar en abril del 2006. También puede protocolizar contratos y poderes ante el propio Consulado. Formalmente el Consultado no está autorizado para ejercer facultades de policía en su sede. Dado el rechazo previo del caso por la INTERPOL del Japón, el Cónsul no tiene a quien requerir una intervención urgente. De modo que todas las especulaciones sobre si se le debió o no detener sólo provienen de la falta de información pública que existe sobre las atribuciones de los consulados.
            Estos antecedentes demuestran hasta qué punto fue desproporcionado el revuelo que provocó entre nosotros la visita de Fujimori a uno de los consulados del Perú en Japón. Quizá no hayamos acabado de aceptar que, dentro del Japón, Fujimori no se está escondiendo, sino que vive como . es un prófugo convencional. Por costumbre nos representamos al prófugo como un sujeto escondido, que no quiere ser visto por nadie, que escapa permanentemente y que debe ser capturado ahí donde se le encuentre. Probablemente muchos de los prófugos por crímenes de los noventa estén en esta condición. Pero hay otros que no. Podemos citar, por ejemplo el caso de Borobbio, cuya extradición fue rechazada por las autoridades chilenas, o, con mayor precisión, los señores Crussillat, que gozaron de libertad desde el inicio de su proceso de extradición hasta que decidieron escapar. En todos estos casos la libertad de quien se ha escapado es evidente, y con ella la posibilidad, que no debe sorprender, de que se comporte como cualquier otro transeúnte.
            Sin embargo hay una segunda cuestión por analizar. Causó molestia la decisión del Juez chileno que dejó en libertad a Borobio y causó molestia la decisión del Juez argentino que autorizó la libertad de los señores Crussillat. Pero después de producidas ambas decisiones, llamó poco la atención de todos el que se desenvolvieran normalmente como cualquier otro inmigrante en el país de residencia. ¿Porqué una reacción tan explosiva ante las imágenes de Fujimori ante las cámaras, caminando por uno de los Consulados del Perú en Japón? Hemos concedido a Fujimori tiempo en televisión y radio y espacio en prensa escrita mayores a los que normalmente pueden lograr nuestros principales candidatos a la presidencia. Hemos especulado sobre el lanzamiento de un nuevo candidato de su agrupación, sobre la identidad de sus acompañantes, sobre una puesta en escena montada con la intención de montar un espectáculo de desprecio a las autoridades…. ¿Cuándo dejaremos de tenerle miedo?

            El miedo a Fujimori. Todos ocultamos y negamos el miedo que podemos sentir. Una de las manera más frecuentes de rechazarlo, y convencernos que no lo sentimos está en atacar a objeto de nuestro miedo.

martes, 15 de marzo de 2005

Firmas, entrevistas y un juicio pendiente


Las firmas, la entrevista y el juicio pendiente
César Azabache

Si fueran ciertas las denuncias, los casos de “Perú Posible” y “Perú al 2000” podrían demostrar que después de la reforma a las leyes electorales de fines de los noventa se abrió en Lima una considerable oferta de llenado masivo de planillones por falsificación. La tan difundida diferencia entre el total de firmas presentadas (14 millones) y el total de electores (sólo 8) justifica que como sociedad pidamos aclaraciones.
            Contra mi desconfianza a las tesis conspirativas, en este caso debo reconocer que se justifica buscar una oculta mano negra. Sólo tiene sentido que se haya elevado tanto el requisito de firmas por dos razones: Que casi ninguna agrupación pueda inscribirse y que al menos algunas de las que lo logren tengan que vincularse al submundo de traficantes. De esa manera al menos algunas serían, en el futuro, políticamente vulnerables ¿No fue algo así lo que ocurrió en el sistema judicial? ¿No se llegó a un punto en que la mayoría de los grandes procesos tuvieron que acabar resolviéndose en la salita del SIN, con o sin pagos ilegales? ¿No fue así como se obtuvieron la mayoría de los videos de personas intachables reunidas para hablar con Montesinos?
            La fatal ambigüedad que reinó en este país a finales de los noventa obliga a ser rigurosos, pero muy cautos en el análisis de todos los casos de finales de los noventa. El que ahora se pretenda involucrar al Congresista Rey Rey con casos de firmas falsas, al mismo tiempo que se desplaza a segundo plano el debate sobre el caso “Perú al 2000” (¿nadie recuerda ya cuán próximo está ese juicio?) y se concentra la polémica pública en la posible declaración del Presidente, demuestra que los fundamentalismos pueden ser tan o más confusos que las propias maniobras de impunidad. Inocente o culpable, no es el Presidente Toledo quien va a aclarar qué ocurrieron las cosas en la inscripción de su partido. Y, dicho con el mayor respeto, tampoco es una Comisión del Congreso la que va a establecer la verdad del caso. Si algo debe hacer el Congreso en un tema de este tipo es asegurarse que las investigaciones de la fiscalía avancen razonablemente y sin ambigüedades, que los testigos sean protegidos y que nada dificulte la labor del Ministerio Público. Mal favor le hace a la justicia que el Congreso persista en ocupar el lugar que una sociedad corresponde a los tribunales de justicia..
No nos confundamos entonces. Más allá del protagonismo político que ha adquirido en estos días el incidente de la audiencia en Palacio, el descubrimiento de lo ocurrido no depende de lo que ocurra en esa hipotética entrevista. Sería una lástima que por intentar lo espectacular perdamos de vista lo decisivo. Si se trata de establecer la verdad, no nos paralicemos en el debate sobre una entrevista y abordemos el juicio que está por venir en su exacta dimensión.
¿Cuánto revelará el juicio por el caso “Perú al 2000”? ¿Logrará el proceso vincularse de alguna manera con las investigaciones ahora abiertas sobre el caso “País Posible”? No lo sabemos, dependerá del modo en que la Fiscalía y la Procuraduría planteen sus defensas para el juicio. Y dependerá de la manera en que, como sociedad, podamos exigir que, por una vez, los juicios sirvan para lo que deben servir, que es debatir por una vez y ante todos los hechos y los criterios con que debemos decidir colectivamente en asuntos morales que nos atraviesan como comunidad.
           


martes, 1 de febrero de 2005

¿Dónde está fallando el sistema judicial?


¿Dónde está fallando el sistema judicial?
César Azabache Caracciolo

El funcionamiento normal del sistema supone la posibilidad permanente de resultados que no nos agradan o no corresponden con los aparentes intereses de las mayorías. En algunos casos resultados de esta clase aparecen porque las reglas de derecho imponen límites incluso a nuestras preferencias colectivas. En otros resultan del inevitable margen de error con que funciona el procedimiento judicial. Por eso siempre es aconsejable tomar con prudencia toda decisión judicial
Sin embargo hay situaciones extremas que indignan por lo que representan. Y me refiero particularmente a las noticias recientes, que indican que, por demora en el procedimiento, las detenciones en el caso “Colina” han comenzado a caducar. Cosas así en casos de esta importancia sólo puede significar es que el sistema está fallando clamorosamente en la selección de sus prioridades. Puede tolerarse cualquier discrepancia y admitirse cualquier sin sabor en materia judicial. Pero difícilmente puede aceptarse que no se haya previsto lo que ocurría en casos tan graves como La Cantuta o Barrios Altos.
Y observémoslo con cuidado. El defecto no está en la decisión judicial que declara que las detenciones han caducado. Vencidos los plazos Jueces y Tribunales no pueden ni deben hacer nada distinto a levantar las detenciones, se trate de quien se trate. El defecto está en que nadie en el sistema asuma claramente la tarea de planificar las prioridades que corresponden en la persecución de delitos. Y como he dicho muchas veces, la selección de prioridades y la planificación no pueden ser tareas de jueces y tribunales, que deben ser absolutamente imparciales en estos asuntos.
También hay que decir que hay un error general en el desempeño de nuestros procedimientos judiciales. Y ese error nos está dañando mucho. Expliquemos: Podemos describir el procedimiento penal como la sucesión de tres etapas: Las investigaciones preliminares, que como su nombre indica, son sólo preparatorias; el juicio, que es la etapa más importante y tiene por función debatir sobre las pruebas, y las impugnaciones, que son debates posteriores sobre sentencias ya adoptadas. Para que nos entendamos, los juicios son las sesiones públicas que vemos casi a diario por la televisión. De las investigaciones y de los periodos de impugnación sólo tenemos noticia por periódicos, porque son actividades menos relevantes desde el punto de vista de la comunicación social. Puestas así las cosas parece claro que la idea del procedimiento es llegar al juicio cuando sea necesario y útil, y cerrar los casos durante las investigaciones cuando éste no tenga sentido. Pero por un defecto de comprensión, en nuestro medio se suele pensar que durante los periodos de investigación debe juntarse toda la información imaginable sobre los hechos. Por culpa de esta equivocada idea, los periodos de las investigación se alargan hasta lo indecible buscando documentos y declaraciones que, en muchos casos, sólo tienen utilidad protocolar para el proceso. Esto tiene que cambiar de inmediato. Todos debemos terminar de entender que el procedimiento judicial funciona en la medida en que ofrezcamos a la comunidad juicios oportunos en los que se debate claramente sobre lo que es justo y sobre lo que está prohibido. Toda la actividad de los operadores legales debe organizarse en función al juicio, no en función a las investigaciones preliminares. Las investigaciones (que sin duda son imprescindibles) sólo deben durar lo estrictamente necesario para establecer si el caso requiere un juicio o no. Cuando esto quede claro deben terminar. Finalmente el momento en que se deben probar las cosas es el juicio, no la investigación preliminar.

El tiempo no debe ser una coartada para eludir lo que debemos hacer: Tomar decisiones. 

sábado, 15 de enero de 2005

Hora clave para la corrupción


Hora clave para la corrupción
César Azabache Caracciolo


El periodo que se ha abierto nos aproxima al momento de terminar, de manera masiva, con los juicios pendientes por los delitos del periodo 1990-2000. Más de cuatro años después  del comienzo de la historia el sistema debe comenzar a tomar decisiones definitivas. Y es innegable que nos está costando aceptar que hay personas que deben ser excarceladas porque el sistema no logró llevarlas a juicio a tiempo, otras que deben ser absueltas porque no se logró probar que sean, en verdad, los responsables de lo que pasó, y que incluso hay personas que probablemente jamás debieron sufrir los rigores que el sistema impone y otras que sencillamente lograron escaparse (al menos hasta ahora). Y sin embargo debemos, responsablemente, aceptar que esto ocurre. Y no debe sorprendernos que ocurra.
Recuerdo que hacia 1993 varios abogados de Lima intentábamos probar que el sistema de jueces sin rostro no podía ser reconocido como “bueno” o “útil” usando razones que salieran de los lugares comunes que usábamos siempre en la comunidad de derechos humanos de entonces. Una de las evidencias que empleamos fue esta: Hasta donde conocíamos, en ese momento los tribunales sin rostro habían condenado al 100% de acusados llevados a juicio. En las condiciones en que funciona el procedimiento judicial, aquí y en cualquier parte del mundo, el que se haya condenado al 100% de los acusados no podía ser una buena noticia. No significaba que el sistema sea “bueno” o “eficiente”. Todo lo contrario, significaba que el sistema no estaba haciendo su trabajo, que justamente es diferenciar entre culpables e inocentes. La única manera de creer que era correcto condenar al 100% de acusados habría sido asumir que la Fiscalía y la policía jamás se equivocaban. Y eso es un absurdo. Tan absurdo como creer que el caso contrario (todos los acusados absueltos) muestra gran respeto a los derechos humanos. Cien por ciento de condenados es autoritarismo, cien por ciento de absueltos, impunidad. En estas condiciones ¿Sería acaso tolerable que el sistema anticorrupción terminara condenado al 100% de acusados o negando la libertad al 100% de solicitantes?
Y es que en el caso de la libertad por exceso en el tiempo de detención la situación es la misma. Imaginemos por un momento un sistema en el que nadie jamás obtiene la libertad por exceso en el plazo de detención ¿Significaría eso que el sistema es eficiente y jamás se atrasa? No, simplemente significaría que el plazo máximo de vigencia de detención ha sido puesto tan arriba (en nuestro caso ya camina por los ¡72 meses!) que nadie jamás lo puede alcanzar…. Insisto, un sistema que no es capaz de identificar errores no está funcionando. En la vida personal es igual, quien cree que jamás se equivoca no es perfecto, sólo padece de un bloqueo que puede llegar a la patología.
            El funcionamiento adecuado del sistema sólo se produce en condiciones en que se puede probar estadísticamente que es posible ejercer la defensa de manera exitosa. Los abogados de la defensa siempre encontrarán razones fundadas para sospechar de la imparcialidad de un sistema que no es capaz de demostrar que sabe reconocer errores y actuar en consecuencia. Si no comenzamos, entonces, por reconocer que habrá que aceptar lo que viene cometeremos tantos desaciertos en este tramo que quizá terminemos, igual que en el caso del terrorismo, aprobando indultos y pidiendo disculpas públicas a quienes sin razón, pagaron los rigores de nuestra propia ceguera.

martes, 4 de enero de 2005

Una atrocidad para ser juzgada



Una atrocidad para ser juzgada
César Azabache Caracciolo

El significado de lo que hemos visto es indiscutible: Hay una rebelión, pero considerar esto rebelión no equivale a defender esta atrocidad, sino a condenarla. El aparato semántico de Humala no debe confundir a nadie. La Constitución garantiza el derecho del pueblo a levantarse contra quienes llegan al poder por un golpe de Estado. Pero este no es el caso, por más criticable que pueda considerarse al régimen actual. Más grave aún, han muerto por lo menos cuatro sub oficiales de la policía intentando repeler a los rebeldes y aparentemente hay por lo menos un desaparecido. Y hay que ser claros, Humala ha hablado de enfrentamientos, intentando hacer creer que la situación es distinta a la de un crimen. Y esto no es cierto. En las condiciones en que actúan los rebeldes (no los insurgentes sino los rebeldes, y aquí las palabras hacen diferencias) hablar de enfrentamientos está de más. Quien se resiste a un gobierno que no ha sido establecido por las armas comete un delito, y si mata a alguien, debe responder por ello conforme a las reglas sobre homicidios. La situación es idéntica cuando una banda de ladrones de enfrenta en defensa de su escondite con la policía y mata a algunos de ellos. Quienes provocan una situación de violencia física extrema no pueden luego alegar que se defendían de las fuerzas del orden que intentan reducirlos.
            Pero no dejemos de reparar en las analogías y asociaciones a que parece apelar Humala en su lenguaje y en sus actos. Huamala toma por la fuerza una estación de Policía pretendiendo que tiene derecho a ocuparla ¿No hay aquí una sombría referencia a las violentas invasiones de tierras y ocupaciones de locales que vemos todos los días? El modo en que minimiza las muertes que ha producido ¿No reproduce la perversidad de Ilave y la de las jornadas de resistencia a desalojos? ¿Y no hay en esto acaso una apelación a cierta empatía perversa que busca el respaldo de todos aquellos que han aprendido en estos años a vivir en medio de la violencia, multiplicándola?
            Humala demuestra que hay nuevamente entre nosotros una persona que cree que puede ganar adhesiones políticas estables apelando a lo más perverso de nuestro aprendizaje de vida en medio de la violencia. Más que peligroso, eso es macabro. Por eso es tan importante responder a esta atrocidad institucionalmente. Y esto supone, aunque mi insistencia suene a ingenuidad, un juicio. Un juicio rápido basado en una acusación consistente. Porque debemos demostrar(nos) que al menos podemos ser capaces como país de reaccionar ante casos así de extremos. No sé cuánto lo habremos hecho en el caso de Montesinos, si dos años después, seguimos esperando la acusación por el origen de los fondos hallados en Suiza. No se cuánto lo hemos podido hacer en el caso de Guzmán Reynoso, si dos años después de la orden de anulación de su condena aún esperamos una acusación que corresponda al daño que nos hizo. Pero si Montesinos y Guzmán, representan el pasado, Humala y su mensaje representan el futuro; el futuro de perversión y violencia descabellada al que podemos ingresar si esta vez no somos capaces de reaccionar a tiempo.