La cuestión judicial
César Azabache Caracciolo
La sociedad tiene plena conciencia de la necesidad de reformar al judicial.
Pero saber que un problema existe no es lo mismo que saber cómo resolverlo.
Confieso desconfiar profundamente de todas las
teorías y planes sobre las cosas que no logran tener efectos en la realidad. Llevamos
más de 30 años repitiendo que el judicial necesita ser reformado y discutiendo
propuestas y planes que la mayor parte de las veces se parecen mucho entre sí y
producen efectos igualmente limitados. No hemos encontrado la manera de
resolver la cuestión judicial en todo este tiempo. Por eso creo que debemos
desconfiar profundamente de las herramientas y discursos que empleamos para
discutir sobre estos asuntos. Y es que no hay manera de equivocarse tanto y
pretender aún que enfocamos las cosas correctamente. Cuando uno se equivoca
permanentemente, entonces debe volver a empezar, tratando de entender dónde
falló. No tiene sentido pretender que se hizo lo correcto y que el fracaso es culpa
es de los demás, o de un sistema del que en realidad somos parte.
Por eso desconfío también de todas las coartadas
que buscan en la “ausencia de voluntad política” o en la presencia eterna de
conspiraciones la explicación al fracaso de todas las iniciativas ensayadas
hasta ahora. Creo que conceptos como éstos representan sólo excusas para los errores
que todos hemos cometido al diseñar las estrategias de cambio y reforma que
hemos definido, promovido o respaldado. Para comenzar, ninguna transformación,
en la sociedad o en la naturaleza, se produce sin resistencias. Precisamente la
habilidad de quienes tienen a su cargo la ejecución de políticas públicas de
reforma o de cambio social consiste en hacerse cargo de las resistencias que
cada iniciativa puede provocar, controlar esas resistencias y lograr convertirla
en una fuerza de estabilidad futura que consolida las propias reformas. Pretender
que las cosas fracasan porque una organización se resiste al cambio es, por
decir lo menos, poco serio. Toda organización se resiste al cambio. De eso se
trata, precisamente, una reforma.
Pero quizá no hemos notado, y esto es lo más
importante, que todos los cambios que se han intentado en estos 30 años han
comenzado por asumir que el principal de los problemas está en la Corte
Suprema. Sin duda hay muchísimas cosas que cambiar en la Corte Suprema. Pero el
sistema judicial no es sólo la Corte Suprema. Y probablemente no es la Suprema
el órgano más adecuado para atender la demanda directa de justicia de los
pobladores. De hecho, se trata de que la Suprema conozca el menor número de
asuntos posibles, no que se expanda.
Sorprende que después de 30 años de debates no
hayamos notado que nuestros problemas pasan por la relación entre los juzgados
y las personas. La organización judicial está retrasada años en su asentamiento
frente a los ciudadanos, y esto no es un problema de número de jueces o de
tribunales, sino de organización del sistema. En Lima, por ejemplo, nos parece
natural que nuestras áreas de convivencia cotidiana tengan policías, escuelas,
postas médicas y gobiernos locales, pero no jueces. Vivimos sin jueces, y por
lo tanto vivimos sin referencias cotidianas a la vigencia de la ley. Padecemos
de ausencia de jueces y tribunales en nuestra vida cotidiana. Y lo grave es que
no notamos esta ausencia. En cualquier país del mundo el pilar básico del
sistema es un juez que, ubicado cerca de los lugares en que viven las personas,
puede tomar decisiones sobre delitos y daños. En el Perú no hay jueces
municipales que puedan decidir sobre estas cosas, y nadie los reclama.
Insisto: La ausencia de Jueces y tribunales nunca
significa, o no necesariamente significa, que no existan en el país suficientes
jueces y tribunales. Significa que no están donde deben estar.
Finalmente, ¿no habrá alguna relación entre la
ausencia de jueces y esa persistencia social a violar la ley o vivir como si
ella no existiera?