miércoles, 12 de octubre de 2005

¿Se pierde la lucha contra la corrupción?



¿Se pierde la lucha contra la corrupción?
César Azabache Caracciolo

Tal vez desde el punto de vista legal los casos apoyados en videos no sean los más graves que enfrenta la justicia. Otros asuntos, como el caso Colina, el tráfico de armas de las FARC, los casos de apoyo y extorsión al narcotráfico o las comisiones ilegales por la compra de los MIG merecen ante la ley condenas de mayor envergadura. Pero los casos apoyados en videos representan mucho, porque han marcado una huella imborrable en la memoria colectiva que impulsó el proceso anticorrupción. El origen y el destino del sistema anticorrupción están atados simbólicamente a la suerte que puedan tener estos procesos. Por eso se entiende que el acuerdo de colaboración de los hermanos Winter (que al fin y al cabo representa una rendición clara de la defensa) haya sido aceptado socialmente sin demasiado esfuerzo. Y se entiende también que la Procuraduría y la Fiscalía expresen abiertamente su satisfacción por el éxito de la defensa del Estado en la primera instancia del caso Croussillat en Argentina.

            Pero en particular el destino final de éste último caso es todavía incierto. El Estado ganó la primera instancia del caso Croussillat, pero todavía falta una apelación. Pasados ya cuatro años desde el inicio del proceso, el éxito definitivo podría llegar cuando esté casi vencido el tiempo para enjuiciar a los acusados. El tiempo es, en estos asuntos, un factor altamente corrosivo. Deteriora la imagen que puede ofrecer el resultado del proceso. Y es que las terminaciones por  prescripción o las liberaciones por beneficios penitenciarios rápidos son socialmente difíciles de explicar.

            Quizá esta sea la principal paradoja que debemos enfrentar. Cuesta entender que asuntos tan visibles merezcan condenas aparentemente menores. Acostumbrados como estamos a debatir sobre condenas a perpetuidad o a 30 años, muchas de las condenas posibles en casos de corrupción nos terminan pareciendo diminutas. Pero no se trata de cambiar las leyes para ponerlas a la medida de nuestras preferencias personales. Se trata, al contrario, de reordenar nuestras expectativas para hacerlas proporcionadas y razonables. Y esto significa reconocer lo avanzado, que no es poco, aprovechar positivamente lo logrado y relanzar el debate sobre justicia y corrupción para tener claro, como sociedad, hacia donde vamos ahora, cinco años después del inicio del proceso.

            Tal vez no nos hemos preparado colectivamente para comprender en toda su dimensión que el proceso anticorrupción iniciado a finales del año 2000 tiene que terminar en algún momento. Quizá no sea mañana o pasado, pero tiene que terminar, y no por una ley de amnistía u otra medida abrupta, sino por una conclusión ordenada y socialmente útil de los principales casos anticorrupción. Para poder hacer esto, es probable que muchos casos, los menos importantes, deban ser transferidos en algún momento al sistema ordinario para concluir allí. Pero al mismo tiempo, la justicia ordinaria debería comenzar a absorber, impregnarse y desarrollarse en base a la enorme reserva moral que se ha acumulado en jueces, fiscales y procuradores y abogados que ahora forman parte del Estado y han lidiado con asuntos sumamente complejos de manera óptima. En lugar de apostar a mantener esa enorme reserva moral acumulada aislada; en lugar de intentar expandir esa pequeña isla cada vez más hacia asuntos distintos a los que le dieron origen, deberíamos apostar por un balance honesto del proceso y reforzar, a partir de esta experiencia, el sistema judicial que queremos todos.

            Quizá con eso detengamos el daño que el tiempo y el retraso pueden hacer sobre una de las mejores experiencias que hemos logrado en materia de justicia.