El tiempo en la ley anticorrupción
César Azabache Caracciolo
Un
procedimiento penal permite discutir dos tipos de asuntos: La reparación de los
daños y el castigo de los infractores. En los casos anticorrupción, una serie
de reglas del procedimiento y de acuerdos con los denunciados permitieron
anticipar en buena medida el pago de las indemnizaciones por los daños
causados. Las estadísticas del Fedadoi a finales del 2001 ya mostraban en este
ámbito resultados notables, si se los compara con el comportamiento global de
los procedimientos judiciales en materia de daños y perjuicios. Faltan sin
duda, muchos fondos por ubicar y recuperar. Pero las reglas están establecidas
y los primeros resultados ya han sido registrados hace un par de años.
En alguna medida, el adelantamiento del problema de la recuperación de
los fondos (insisto, inconcluso pero ya asumido por el sistema) ha dejado a los
procedimientos judiciales al frente de un solo objetivo: Condenar a los
culpables y absolver a los inocentes. Los problemas vinculados a la libertad de
los denunciados y los problemas vinculados al tiempo (porque las detenciones no
pueden durar eternamente) asumen entonces el centro del debate sobre el
rendimiento del sistema. Hay una serie de casos de personas que saldrán de
prisión por retardo en el juzgamiento. Otros saldrán de prisión por una
discutible aplicación de las reglas sobre beneficios penitenciarios vigentes
antes de las condenas. La cercanía de los principales juicios sobre estos temas
(los principales están aún pendientes) ha creado un dilema difícil de resolver:
Muchas de las sentencias que hemos venido esperando serán finalmente dictadas.
Pero si de ellas resultan condenas, entonces es posible que los vencidos pasen
poco tiempo en prisión. Poco, claro, si se lo compara con el tiempo
transcurrido desde noviembre del año 2.000.
Un sistema como el que opera en los casos anticorrupción encuentra su
punto de quiebre en el momento en que los condenados comienzan a recuperar la
libertad. Y tendremos que decir que ese momento ha llegado si se confirma el
fallo sobre beneficios penitenciarios del caso Gamarra. Pero si el fallo fuera
anulado, entonces lo único que habremos logrado (en términos globales) será
retardar el punto de quiebre en dos o tres años más. No es mucho tiempo. Y a
juzgar por el clima que se ha formado en torno a este tema, la proximidad de
este momento provoca angustia. Pero ¿no está acaso claro que los castigos que
impone el sistema legal son siempre temporales, y que en consecuencia los
condenados por corrupción recuperarán la libertad en algún momento? ¿por qué
debe ser ese momento crítico -el de recuperación de la libertad- un índice de
fracaso o de derrota del sistema anticorrupción?
La permanencia en prisión de los acusados tiene, sobre la sociedad, un
efecto mágico y tiene también un elevado rendimiento comunicacional. El
castigo, desde antiguo, ha sido uno de los instrumentos más eficaces de
comunicación política entre autoridades y ciudadanos. Recuérdese que mientras
fuimos colonia los autos sacramentales se instrumentaron en la Plaza Mayor, de
cara al público, y todavía algo de este ritual sobre obediencia y vigencia de
las normas persiste en los linchamientos populares. Pues bien, resulta que el
castigo anterior a la República y al surgimiento de los derechos del acusado,
era un castigo definitivo: La muerte, la mutilación, la flagelación operaban
sobre el cuerpo del condenado e imprimían en él sus huellas de san ción. La abolición de las penas corporales,
producida con el surgimiento de los derechos del acusado, ha creado un quiebre
en este aspecto: Los castigos empleados por la República son temporales.
Concluyen y se levantan.
Quizá por eso tuvimos que reimplantar en nuestro medio al pena de
prisión perpetua para los casos de terrorismo. Para evitar la angustia que
todavía genera entre nosotros la liberación del condenado. Y quizá estamos
desconcertados precisamente por la huella que ha impreso entre nosotros el uso
de la prisión perpetua en ese tipo de casos (los más graves antes de los casos
sobre corrupción). Ahora no podemos enfrentar el fantasma de la liberación del
culpable acudiendo a la prisión perpetua. Tenemos que aceptar que las penas son
temporales, y que los castigos, en algún momento, encontrarán su fin.
El rendimiento del sistema anticorrupción no puede depender de la
duración de las condenas. Ellas tienen que se proporcionales a los delitos
cometidos, sin duda, pero algún día serán cumplidas, y los condenados tendrán
derecho a recuperar la libertad. El rendimiento del sistema no puede depender
de la duración de las condenadas. Tiene que depender de lo que pueda
enseñarlos: La diferencia entre lo justo, y lo legalmente inadmisible.