Varios observadores veían la posible elección de Chávarry con desconfianza, a raíz del papel que se le atribuyó en los años 90, en el periodo de Blanca Nélida Colán, antecedente que le costó el puesto en el 2002. Hacia el verano de 2018 se voceaba que Pablo Sánchez, fiscal de la Nación en funciones, postularía a la reelección.
Gonzalo Chávarry quería el puesto y apoyaba su candidatura en una tradición generalmente respaldada por la Junta de Fiscales Supremos: entregar el cargo al más antiguo de sus miembros. La elección de Carlos Ramos, en 2014, había pasado por alto esa costumbre, pero la crisis derivada de esa elección fue de tal envergadura que la regla estaba, al 2018, “grabada en piedra”. Sánchez era algo más antiguo que Chávarry, de modo que si postulaba, se quedaba con el cargo.
Más allá de los personajes, la historia del caso Chávarry muestra las enormes disfunciones que pueden generarse cuando una entidad que debe gestionar un recurso tan escaso como la persecución del delito se gobierna por una regla tan poco sostenible como la antigüedad. La antigüedad de un magistrado puede decir mucho sobre su autoridad en cuestiones legales, pero no dice nada sobre el modo en que puede gobernar una entidad pública.
La antigüedad, de hecho, no tiene anclaje en ninguna regla vigente para encargar un gobierno. No se usa para las presidencias de los poderes públicos; no se usa en ninguna magistratura y no se usa en entidades autónomas como el Banco Central de Reserva o la Defensoría del Pueblo. La antigüedad, de hecho, suele emplearse para conformar órgano consultivos, no para conformar órganos de gobierno.
La Junta de Fiscales Supremos se refugió en la antigüedad después del fracaso de la designación de Ramos Heredia. Pero ese incidente no valida la regla de antigüedad. Solo deja en evidencia que el simple juego de correlaciones y votos en una asamblea tan pequeña como la Junta de Fiscales Supremos no genera por si sola ninguna regla segura de elección.
“Con el caso Chávarry la antigüedad deja en evidencia su insuficiencia como criterio para entregar a alguien en particular el gobierno de una entidad tan sensible como la que reúne las fiscalías”.
Tal vez si adoptáramos la costumbre, que no es obligatoria como en el caso de la Defensoría del Pueblo, de solicitar que la fiscal de la Nación presente un informe de resultados al Congreso o a la comunidad una vez al año podamos estimular el desarrollo de elecciones internas basadas en planes de gestión y políticas explicitas.
Probablemente un esquema de ese tipo alentará además reformas que modifiquen la estructura y la forma de gobierno de una organización que, 40 años después de creada, necesita ya un nuevo impulso para renovarse.
Estamos en tiempos que exigen volver a pensar en la forma en que se organizan nuestras autoridades. La Fiscalía de la Nación no puede ser una excepción.