viernes, 11 de agosto de 2006

De nuevo la pena de muerte


De nuevo sobre la pena de muerte
César Azabache Caracciolo

Los límites que la Convención Americana de Derechos Humanos impone en materia de pena de muerte son bastante claros. De acuerdo a las reglas de la Convención, el Perú sólo puede mantener este tipo de condena para los acusados por traición a la patria durante una guerra exterior. La Convención prohíbe expresamente extender este tipo de pena a casos nuevos y la Corte Interamericana ha declarado ya que entiende esta prohibición como una regla estricta y fundamental del sistema. Por eso promover la expansión de la pena de muerte a nuevos casos representa un esfuerzo inútil. Implica exponernos a un juicio ante la Corte Interamericana. Y dados los antecedentes, perderíamos ese juicio irremediablemente. Además debemos notar que no se trata sólo de provocar una nueva Sentencia de la Corte contra el Estado peruano. Al condenar al Estado en un caso de este tipo, la Corte le prohibiría emplear la pena de muerte en cualquier proceso nuevo distinto a los de traición a la patria en caso de guerra exterior. Y conforme al derecho peruano, los tribunales están vinculados a las Sentencias de la Corte. En consecuencia, aunque se apruebe la reforma que se viene promoviendo, a la larga los tribunales peruanos no podrán imponer como condena la ejecución de los condenados.

            Los límites de derecho para ir por este camino son, entonces, tan fuertes que hacen que a la larga todo esfuerzo a favor de la pena de muerte carezca de sentido. Y  sin embargo el discurso sobre la pena de muerte moviliza muy rápidamente a las personas y genera adhesiones espontáneas de todo tipo, más cuando se propone usarla en casos tan horrendos como la violación y asesinato de niños. Ante el repudio que provoca este tipo de crímenes, los obstáculos legales pueden parecer poco menos que antipáticos o francamente incomprensibles ¿Cómo –se preguntará más de uno- no vamos a tener derecho a imponer el más extremo castigo a criminales irrecuperables como los que son capaces de cometer crímenes así de horrendos?

            Y sin embargo las reglas sobre límites a la pena de muerte tienen un sentido. La justicia penal no debe tener el derecho de tomar decisiones que provoquen consecuencias definitivas, no revisables. Esto es así porque aquí y en cualquier parte del mundo los procedimientos ante tribunales de justicia operan con un determinado margen de error que siempre hace posible que, en lugar de condenar a un culpable, se condene a una persona inocente, y viceversa. Esto es inevitable porque los procedimientos judiciales no son procedimientos científicos. Son procedimientos institucionales basadas en una serie de reglas que tienen que ver con la competencia, con el tiempo y la legitimidad de las decisiones que se adoptan. Los tribunales no son laboratorios, y los crímenes no son como las enfermedades, fenómenos presentes que hay que descubrir, sino hechos del pasado que hay que reconstruir y volver a contar. Por más esfuerzos y por más certeza que logre un tribunal sobre un caso, la verdad en que basan su decisión es siempre una verdad provisional. Nuevos eventos en el futuro pueden demostrar que el condenado es inocente o que las cosas no pasaron como creíamos. Además los casos más graves no se discuten en medio de la calma y el sosiego, sino en medio de situaciones apasionadas y cargadas de tensión. La propia indignación de la opinión pública incrementa sensiblemente la posibilidad de error en los tribunales. Por eso los procedimientos judiciales que se refieren a delitos dejan siempre abierta la puerta del indulto o de la revisión. Al final del día, una persona inocente en prisión puede recuperar su libertad. Un ejecutado no puede volver a vivir.

            Se dirá que hay casos que son muy claros, en los que las posibilidades de error son incluso nulas. Pero ¿cuáles son esos casos? Salvo que el acusado confiese (y en ese caso ¿Para qué condenarlo a muerte? ¿No es acaso la verdadera confesión una expresión de arrepentimiento?), siempre habrá sobre la mesa por lo menos una verdad distinta a la verdad que pretende la acusación. Y si existe la posibilidad, aunque sea remota, de un error, entonces ¿es justo dictar una condena que no tendrá vuelta atrás?