domingo, 2 de octubre de 2022

En contra de la amargura

Terminado el segundo gobierno de Alan García vivíamos en “la paradoja del crecimiento infeliz”. La frase es de Alfredo Torres y la cita de Alberto Vergara (“Ciudadanos….”, 2013). La imagen trata sobre el desánimo que empezó a impregnarnos entonces, cuando descubrimos que el piloto automático era un mito: No es verdad que el crecimiento pueda encargarse de la sociedad entera. Tampoco que sea capaz de sostenerse a sí mismo.

Alberto ensaya una forma de decodificar la paradoja: “El contrapunto peruano contemporáneo está dado por el éxito de la promesa neoliberal y por el fracaso de la republicana”. “Lo primero [concluye] es responsable de nuestro crecimiento. Lo segundo produce la infelicidad”.

“Amargura”. Alberto introdujo esta construcción para darle contenido a la infelicidad a la que se refería Alfredo. Nuestra amargura se aloja en la memoria de Bagua, en los Petroaudios y en los narcoindultos para llegar a Espinar, al impacto que causaron los gobernadores detenidos hacia el 2014. También en las agendas de Nadine, en las revelaciones de Odebrecht, en las grabaciones de los “Cuellos Blancos”, en la imposición de Merino en NOV20 y en el toque de queda de ABR22.

En el epílogo a “Ni amnésicos ni…” Alberto nos dice, no libre de esa amargura, que el segundo gobierno de García “nos dejó con una segunda vuelta entre Keiko Fujimori y Ollanta Humala”. Tal vez habría que decir ahora que el ciclo de desencuentros finales que comenzó en el 16 nos dejó en la segunda vuelta entre Keiko Fujimori y Pedro Castillo.

Hoy es día de elecciones municipales y regionales y abordamos el proceso sin alegría, acaso con la misma amargura que describe Alberto. Pero quizá haya una diferencia en el ambiente. Ahora sabemos que esta amargura existe.

Podemos reconocerla; como podemos reconocer su relación con el tipo de clientelismo que ha impregnado nuestro régimen político. La distancia que media entre la forma actual de ser de la política y nuestra necesidad de ser representados, o al menos, incluso, mínimamente gobernados, está puesta sobre la mesa.

Nuestra oferta electoral se organiza sobre alianzas efímeras y franquicias electorales. Espacios vacíos que generan procesos como el que protagoniza Castillo. Estamos acaso en el punto más alto de penetración en el Estado de redes que manejan universidades no licenciadas, negocios de extracción ilegal de oro y tala no controladas, tráfico de tierras, transporte no autorizado y un largo etcétera.

El upgrade que estas redes han alcanzado en este microperiodo se ha construido a partir de los nichos que dejaron las contenciones legales ensayadas a partir de los casos Lava Jato: La ley que intenta contener el financiamiento ilegal de campañas políticas y las previsiones adoptadas en la contratación pública están hechas a la medida de las grandes constructoras. Las nuevas redes de influencia se mueven por debajo de sus radares.

Esta guerrilla de pasillos por contratos de mediana o baja envergadura que se refleja en la pugna entre Karelim López y Zamir Villaverde o en el protagonismo que pudieron adquirir los ministros Silva y Alvarado no estaban en la mira. No las imaginamos. Y ahora debemos hacernos cargo de su existencia.

Al presentar La condena de la libertad, Alberto y Paulo Drinot nos invitan a pensarnos desde el mito de Sísifo. Sísifo carga con el absurdo castigo de llevar hacia arriba una enorme piedra que siempre cae. Oposición a la desesperanza: Camus, al abordar el mito, cierra la historia dejando una ventana abierta: “No se descubre lo absurdo sin sentirse tentado a escribir algún manual de la felicidad”.

Saber qué nos está ocurriendo es un principio. La amargura, una reacción. Organizar la felicidad una tarea impostergable.


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