César Azabache Caracciolo
¿Curioso, verdad? El líder del llamado “etnocacerismo” se
las está arreglando para mantenerse en el primer plano de la escena política en
base a debates intensos sobre exitosas situaciones absurdas. La escena pública
está saturada de incidentes de este tipo. Y sin embargo se repiten con una
periodicidad alarmante. Hay algo, sin duda, que se expresa en todo patrón de capricho
voraz. Y debemos entenderlo, si queremos enfrentarlo de manera efectiva.
Habría sido mejor, tras las elecciones pasadas, discutir de
manera abierta si debía modificarse o no las condiciones impuestas en prisión a
quien terminó siendo el hermano del Presidente de la República. Mi impresión,
de hecho, es que no. Pero si alguien tenía una impresión distinta, pues
entonces el debate abierto era el camino para establecer el curso de la acción
pública. En lugar de hacer esto se nos ha terminado imponiendo una serie disociada
de hechos consumados, cada cual más ridículo que el otro. Y el Ejecutivo ha
insistido en justificar casi todos los eventos registrados. En este camino se
ha terminado por horadar, innecesariamente, la credibilidad de un Ministro y
del Jefe de una de las principales y más complejas entidades del sistema de
justicia penal, el INPE. Y me confieso tentado a pensar que ese resultado (la
corrosión de la credibilidad pública de dos autoridades públicas formales) no puede
haber estado fuera de la visión del genio maligno que ideo esta secuencia de hechos
absurdos.
Un genio maligno. Si miramos las cosas en perspectiva,
provoca pensar que alguien está tratando de establecer cuánto mide nuestra
tolerancia colectiva al capricho impuesto desde el poder, y cuan sostenibles en
el tiempo pueden resultar situaciones disfuncionales impuestas de facto. Imaginar
a un actor perverso jugando en el laboratorio político con la resistencia
institucional resulta de fábula. De hecho, suena conspirativo, y siempre hay
que dudar de las teorías conspirativas. Pero la idea del genio maligno revela con
bastante precisión el riesgo implícito en este tipo de situaciones. Los
comportamientos arbitrarios tolerados generan un producto muy atractivo en
ambientes poco institucionalizados. Generan la idea de un alguien que es capaz
de obtenerlo todo, por más absurdo que parezca, y hacerlo sostenible. Un patrón
semejante de soluciones arbitrarias a casos legales abrió espacio al Montesinos
de finales de los 90. Por cierto, como sociedad, deberíamos mostrar señales que
confirmen que estamos totalmente curados de ofertas de servicios arbitrarios de
ese tipo.
En 1945 Camus describió un Calígula que buscaba
obsesivamente que alguien en su entorno se resistiera alguna vez a sus
perversos caprichos. La versión de Kubrick de 1979 usó el rostro de Malcom
McDowell para expresar la paradójica frustración y el desprecio con el que ese personaje
comprobaba que su propio poder no tenía límites. Temo que la semántica del
poder arbitrario no admite, en la realidad concreta de los desórdenes políticos,
ni siquiera espacio para una culpa perversa como la que corroe la existencia del
antihéroe de Camus.
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