jueves, 23 de diciembre de 2004

La agenda pendiente



La agenda pendiente
César Azabache Caracciolo

El proceso anticorrupción iniciado el año 2000 forma un capítulo que debe ser entendido como resultado de las especiales condiciones en que ocurrieron las cosas. Habría sido ideal que el liderazgo comunicacional que ha ejercido la Procuraduría desde su instalación hubiera sido asumido por los Fiscales. Pero el Ministerio Público en noviembre del año 2000 estaba fuertemente debilitado, diría mejor dañado por las condiciones que le impusieron durante los noventa. Y como quedó claro a consecuencia de la crisis en el caso Guzmán Reynoso, todavía ahora las fiscalías no terminan de estar listas, por más esfuerzos que han hecho, para asumir por completo el papel que les toca como encargadas no sólo legales sino también morales, de la conducción de la pelea institucional contra el crimen organizado y la impunidad.

Pasa lo mismo con los tribunales especializados. Habría sido ideal que las Salas que juzgan todavía ahora a los acusados por sus relaciones con la organización montada por Montesinos no guardaran ninguna diferencia con los demás tribunales de justicia. Pero en noviembre del año 2000, cuando comenzó el primer proceso contra la mafia, los tribunales establecidos para casos como éstos pertenecían a la tristemente célebre Sala para Delitos Tributarios y Aduaneros, que tuvo que ser de inmediato desactivada y eliminada del sistema por los escándalos legales en que terminó involucrada. Tener una Sala intachable era entonces y es aún ahora, que no cesan los escándalos judiciales, un imperativo.

Pero no es así como deben pasar las cosas. Transferir la cuota de legitimidad y transparencia que acumulan a su favor la Procuraduría Ad Hoc, el equipo especial de fiscales para estos casos, y las Salas y Juzgados especializados es una tarea impostergable. ¿Por qué? Porque la condición de legitimidad de todo proceso que tiene algo de excepcional es que las autoridades que detentan poderes o cuotas de influencia relativamente extraordinarias sean capaces de renunciar a ellas y transferirlas a autoridades estables y permanentes. Claro, una transferencia como esta requiere que tales autoridades estables y permanentes existan. Crearlas o consolidarlas, como se prefiera, es nuestro principal reto pendiente.

Difícil. Difícil por las dudas que afectan la imagen de nuestro sistema legal. Pero impostergable sin queremos hacer madurar nuestra institucionalidad. Como país no podemos consolarnos con usar permanentemente al sistema anticorrupción como única reserva moral para asuntos legales. No es correcto desde el punto de vista de la política y del desarrollo de nuestra institucionalidad. Aunque parezca ingenuo, debemos intentar que todos los ámbitos del sistema judicial y legal puedan comenzar a impregnarse de la legitimidad que, más allá de crisis parciales, ha acumulado el sistema anticorrupción en torno a sí. Aunque resulte difícil, creo que el reto está aquí: En aprovechar lo ganado hasta ahora para poner en forma nuestra capacidad institucional de procesar en forma honesta nuestras crisis legales.

Y no es que no haya asuntos muy concretos que aún están pendientes. Antonio Maldonado asume el desafío de dirigir a un equipo que debe poner en su lugar la agenda de juicios pendientes. Ahí está el caso de las FARC, el caso de las compras de aviones y el caso de las transferencias de fondos al SIN, para enumerar sólo algunos. Pero quizá la tarea mayor sea esa: Comenzar a andar el camino hacia la búsqueda de nuestra propia estabilidad institucional.