Hasta hace solo unos días parecía inevitable que el periodo 24/26 quedará marcado por la consolidación de Nicanor Boluarte como factor principal y por cierto clandestino en la determinación de las principales decisiones del Gobierno. Desactivar al equipo de investigación que respalda a la fiscal Barreto, algo que no pudieron hacer ni Pedro Castillo ni Patricia Benavides, iba a ser la marca que caracterizaría el inicio del ciclo Boluarte & Boluarte. Pero el plan no funcionó.
Las señales de la influencia que estaba acumulando el hermano de la presidenta hicieron de él el cuarto objetivo natural de este equipo especial. El Gobierno dispuso desmontar el equipo e investigar su origen. Pero la Fiscalía obtuvo una orden judicial de detención a Boluarte que pudo ejecutarse antes que la orden sea cumplida. A partir de allí, el actual fiscal de la Nación, Juan Carlos Villena, ha hecho cuestión de Estado en contra de esa orden. Se ha abierto con eso una nueva grieta en un régimen que quedó vaciado de toda legitimidad desde el día siguiente a su instalación, cuando empezaron las muertes de DIC22/ENE23.
Lo que veremos a continuación proviene de un libreto que ya ha sido puesto en escena. Una audiencia de prisión preventiva y quizá algún delator adicional que refuerce la posición de Fiscalía. Pero sea que Nicanor Boluarte se mantenga en prisión o no, la exposición al público de su red de contactos debe ser suficiente para desactivarla. Un gestor clandestino de intereses es en lo que parece haberse convertido; solo se mantiene en vigencia mientras puede producir resultados desde las tinieblas. Y las tinieblas se han desvanecido ya para él.
Un jugador sale de la escena. La cuestión por resolver estriba en la forma y las consecuencias que tendrá el vacío que ha dejado.
Imagen del desconcierto generado: la presidenta intentando ingresar a escondidas a la oficina de su abogado, hoy en prisión, sin saber que allí se estaba desarrollando un allanamiento oficial.
En términos estrictamente morales, la renuncia de doña Boluarte debería ser la consecuencia lógica de este proceso. Hagamos la contabilidad de lo intolerable: 50 muertes, el caso de los relojes, el de los fondos sin explicación, el intento por desactivar al equipo de policías que investigaba a su hermano. En el camino perdió a sus dos operadores políticos, Alberto Otárola y Nicanor Boluarte. En el plano en que se instalan mis propias preferencias personales reclamar su salida encuentra tanta justificación como insistir en que debe enfrentar a los tribunales por las muertes que su Gobierno ha provocado. Es una cuestión tan necesaria como sancionar lo inaceptable. Una cuestión de principios que no puede ser contestada con ningún llamado a la “estabilidad” del Estado. Basta mirar las portadas de los diarios para notar que la presencia de Boluarte en el Gobierno es un factor de inestabilidad permanente.
Aunque ella no esté dispuesta a renunciar y la mayoría en el Congreso no tenga ninguna intención de sacarla del cargo, reclamar su renuncia encuentra un espacio en el reforzamiento discursivo de lo que nos queda de conciencia moral. Este, el de la ética pública, es un espacio en el que lo que decimos importa e importa mucho, porque configura nuestra capacidad de conservación de mínimos morales o prefigura nuestra más absoluta rendición hacia lo inaceptable.
Si Boluarte saliera del Gobierno, el Ejecutivo quedaría en manos de un representante de la coalición que la respalda. El reemplazo de Boluarte no cambiará en nada el curso de las cosas: la coalición entera y no solo Boluarte es responsable de las distorsiones que se han introducido en la economía y en el sistema institucional. Pero la organización que asuma su reemplazo probablemente quedará tan expuesta como Nicanor Boluarte: condenada a hacer lo que ahora solo celebra, la organización que reemplace a Boluarte podría capturar menos plazas en el siguiente Congreso de las que ahora espera. Transparentaría la tesitura de los verdaderos responsables de la desgracia que ha seguido a Pedro Castillo, la penúltima desgracia que hemos padecido. No menos que eso, aunque tampoco más.
En el camino estamos contemplando un saqueo masivo al sistema institucional. Celebran los saqueadores, no quienes apostamos por reglas claras y decisiones predecibles adoptadas desde alguna manera de definir el bien común. Por lo menos hasta las siguientes elecciones la radicalización de la estupidez es previsible. No olvidar que mientras el último escándalo de nuestra historia reciente se hacía visible el Congreso aprobaba una ley que pretende conceder inmunidad penal a los partidos políticos y el Gobierno convertía la homo y la transexualidad en enfermedades mentales. Por eso adelantar las elecciones sigue siendo el objetivo: el saqueo debe durar el menor tiempo posible porque necesitamos detenerlo y no existe opción de hacerlo mientras esta coalición siga en el Gobierno y controle el Congreso.
El problema por resolver es el vacío de alternativas en que nos hemos estancado. Los escasos esfuerzos que se registran ahora desde la sociedad política para llenar ese vacío son aún incipientes, deben desplegarse. No bastan para forzar una salida inmediata a la trampa moral en que estamos atrapados.
El vacío. Este es el principal dilema que impregna nuestro mapa de opciones políticas. Pero, claro, lo impregnará hasta que logremos modificar el cuadro de alternativas electorales que tenemos delante.
Queda absolutamente claro que los únicos factores capaces de imponer límites institucionales en este momento son las Fiscalías, cierto sector de la Policía y el Judicial. Preservar la autonomía de estas entidades es imprescindible, a menos que queramos agregar a la lista de desastres acumulados el relanzamiento de Nicanor Boluarte como factor de la política local.