Tribunales, explotación de interferencias y ética
institucional
César Azabache Caracciolo
En un reciente artículo (El
Comercio, 05/10/2011), el profesor Monroy ha presentado una justificada protesta
contra la poca resistencia que por lo general muestran nuestros tribunales ante
opiniones establecidas sobre el modo de resolver casos legales. Para el
profesor Monroy la difusión de opiniones provoca una suerte de “proceso
paralelo” al judicial que “anticipa” una solución como la única justa, etiquetando
de antemano al tribunal que disienta como “torpe o corrupto”. Promover estas
opiniones, concluye, constituye “una ruptura feroz y constante [de] los
parámetros éticos sobre la información judicial”.
Reconozco en este artículo una
crítica fundada a un caso de moral binaria. Cierta intolerancia aprendida nos
lleva demasiadas veces a confundir nuestras opiniones sobre lo justo con una
suerte de “deber-ser-absoluto” que etiqueta toda disidencia (y no sólo la
judicial) como expresión de un opuesto inaceptable. Los esquemas binarios en
moral (bueno/malo, sin más opciones) son tremendamente peligrosos. Y más cuando
llegan a los medios. Pero entonces la protesta que lanza el profesor Monroy debería
extenderse a toda expresión de moral binaria. Y estoy seguro que el profesor
Monroy asentiría en ello.
Pero una cosa es recusar un caso de
moral binaria y otra distinta pretender que los medios se abstengan de discutir
casos legales. No creo que el profesor Monroy pretenda esto último. De hecho, el
ejemplo que aparece hacia el final del artículo (la filtración de información
sobre deliberaciones judiciales) me permite pensar que su protesta se dirige en
realidad a una práctica en concreto, que llamaremos “explotación de
interferencias”.
Las interferencias son
distorsiones que se producen en el ambiente de neutralidad en que deben resolverse
los casos legales. En los hechos, por más institucionalizado que esté un
sistema, los tribunales actúan siempre en medio de entornos sociales plagados
de prejuicios, preferencias subjetivas, intereses, opiniones y las relaciones
de interés que están presentes, en mayor o menor medida, en la mente de quienes
deben tomar decisiones. El sistema institucional intenta contrapesar la
influencia de estos factores inevitables con una serie de mecanismos legales. La
medida en lo que lo logre puede denominarse “resistencia institucional”. Pero posiblemente
no haya manera de lograr una tasa de resistencia igual al 100%. Hay que admitir
en consecuencia que las interferencias existen, como existe el error judicial.
Pero una cosa es admitirlo, y otra distinta montar un negocio para explotarlas,
y ofrecer al mercado estrategias de defensa y promoción de intereses basadas exclusivamente
en esa explotación. Que alguien filtre a la prensa copias informales del
borrador de una sentencia futura constituye, sin duda, un acto de explotación
de interferencias. Como lo constituye que alguien filtre cintas de audio tomadas
de escuchas ilegales o que alguien ofrezca el soborno o el chantaje como vía
para ganar juicios. El sistema no puede (no debe) admitir que existan agencias
que exploran interferencias como forma de defender o promover intereses de
ningún tipo.
Los casos Montesinos y BTR han mostrado
demasiado bien con cuánta facilidad la opinión pública puede, sin notarlo, servir
de caja de resonancia a estrategias de explotación de interferencias. Si
entendemos entonces en la protesta que contiene el texto del profesor Monroy un
llamado para impedir que ese tipo de productos tengan éxito en el mercado, pues
entonces hay que aunarse a la protesta.
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