Un balance final
César Azabache Caracciolo
Si algo hemos perdido en el
juicio contra Fujimori en este tiempo, ha sido la oportunidad de fijar en
nuestra memoria colectiva una versión lo más clara y sencilla posible sobre lo
que ocurrió en el país en los años 90. Es de lamentar (aunque resulta
inevitable en un juicio de estas características), que en lugar de aproximarse
a una versión más o menos ponderada sobre lo ocurrido, la defensa y las partes
acusadoras se hayan entrampado en la insistencia por confirmar teorías
extremas, y por ello irreconciliables, sobre el periodo de los noventa. La
Fiscalía y las víctimas han sostenido una versión sobre la culpabilidad total
de Fujimori que supone la demostración de órdenes directas y expresas que
posiblemente nunca haya sido necesario emitir. Al frente, la defensa pretende
una exoneración de responsabilidad penal tan absoluta que resulta
institucionalmente insostenible. Nadie en el juicio ha intentado pararse en
medio de ambas versiones. Y esto es lamentable porque las versiones extremas,
por lo general, corresponden a apetencias, aversiones, principios o
preferencias subjetivas, pero no a un juicio reflexivo sobre los hechos y las
responsabilidades que corresponden a su organización.
Como
simple observador me parece difícil aceptar la imagen de un Fujimori
premeditando y organizando en persona las matanzas de Barrios Altos y la
Cantuta. Salvo que medie un grave desorden de conducta, no encuentro manera de
convertir a un profesor de matemáticas recién llegado a la política en un
asesino en serie, menos a casi un año de haber reclutado para su entorno a personalidades
como Gloria Helfer y Hernando de Soto. En lo personal, ni siquiera creo que
Fujimori supiera mucho de la violencia que atravesaba el país en ese entonces.
Menos puedo creer que haya desarrollado tan a prisa la perversa habilidad que
se requiere para usar la muerte como táctica política. Aunque sea sólo una
hipótesis, de hecho, no estoy en posición de probar nada, me convence más la
imagen de un Fujimori completamente inexperto, emboscado por alguien
(¿Montesinos acaso?), que podría haberle impuesto la masacre de Barrios Altos
como hecho cumplido. Si recordamos el periodo, observaremos que a principios de
los noventa la corporación militar estaba dividida entre varias “alas duras” y
otros varios grupos de oficiales que intentaban deshacerse de alguna manera de
un pasado reciente plagado de masacres inútiles. En medio de ese giro, las
investigaciones en el Congreso sobre casos como El Frontón y Cayara creaban el
riesgo objetivo de que las cosas terminaran con juicios en forma. Sucesos como
el golpe de Estado de abril de 1992, los cambios en la política de ascensos
militares y las masacres de Barrios Altos y Canto Grande, pueden haber servido
para forzar a la corporación y al propio ex presidente a “cerrar filas” a favor
de la impunidad de los crímenes de los ochenta. Si esto fue así, entonces el
problema no está en tratar de probar si Fujimori tenía o no “dos estrategias
antisubversivas”. Lo que hay que probar
es que los crímenes en efecto se cometieron,Un balance final y que Fujimori,
siendo el Presidente de la República, no hizo nada desde Barrios Altos para
evitar que Canto Grande y La Cantuta ocurrieran. Si se trataba de resolver un
problema político forzando al sistema a tomar partido por la impunidad,
entonces la omisión revela aquiescencia, y se convierte en algo tan grave como
matar, sin necesidad de buscar en ningún archivo firmas probablemente
inexistentes.
No
hemos discutido sobre el significado de las omisiones de reacción en este contexto.
La acusación ha buscado la prueba de un hecho extremo. A pesar de su gran
desempeño, no creo que haya logrado este objetivo. En reacción, la defensa se
ha limitado a eludir los golpes. Fujimori no se ha sentido obligado a pedir
perdón por lo que en efecto puede no haber ordenado, pero sin duda dejó hacer.
Y si mis sospechas son ciertas, lo dejó hacer por la más banal de las razones:
Facilitar su propio posicionamiento político en base a una alianza perversa e
innecesaria que, sin embargo, cumplió su objetivo: Evitar los juicios sobre
violaciones a los derechos humanos que debieron hacerse a principios de los
noventa.
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