Hace poco, la Corte Suprema publicó la sentencia del 17 de abril del caso Las Bambas. La sentencia trata sobre la protesta. Distintos observadores, me incluyo, hemos denunciado que el texto contiene límites que dañan el ejercicio de este derecho. Gonzalo Zegarra (EC 20/5/23) e Iván Meini (PUCP 24/5/23) lo han negado. El debate está abierto. Y creo que importa, porque afecta el alcance de una de las construcciones más recientes y complejas del catálogo de derechos humanos.
Parto reconociendo en la protesta un derecho. La ONU y la Corte Interamericana ya lo han hecho. Gonzalo e Iván también. La sentencia no. Parto además por asumir que la protesta no justifica ninguna forma de violencia física contra personas ni contra cosas. Encuentro que nadie lo ha puesto en duda. Pero la Corte cree que sí y se detiene en ello.
El caso que la Corte tenía entre manos trata sobre la ocupación a una vía por la que transitaban camiones que retiraban mineral de Las Bambas. Era mayo de 2016 y los manifestantes protestaban porque la idea original del proyecto era que el mineral se retire por un ducto cerrado, no por carreteras abiertas. Los vehículos cuyo paso fue interrumpido eran precisamente los camiones que transportaban ese mineral.
La sentencia afirma que las manifestaciones que producen consecuencias sobre terceros son por sí mismas violentas. Que ocupar vías constituye por sí mismo un delito. Agrega que la ocupación de mayo de 2016 cumple ambos requisitos y no dejó libres vías alternas para los transeúntes, sin notar que ese es un criterio que la Corte Europea de DDHH estableció para la ocupación de autopistas, no para casos de este tipo. Confirma la condena que se impuso a los manifestantes. Ahí termina.
La cuestión era más difícil. El debate sobre protestas supone aceptar que no todas las consecuencias colaterales que se originan en una manifestación merecen ser consideradas violentas o delictivas de manera automática. Las discusiones sobre protestas ante los tribunales de justicia tratan de identificar criterios que justifiquen tolerar unas manifestaciones y rechazar otras. Aquí interesan las diferencias, las particularidades de cada caso y las cargas que deben respetar los manifestantes. No es lo mismo ocupar las calles que rodean una plaza que ocupar autopistas o vías de propósito exclusivo. No es lo mismo hacerlo caprichosamente que por un motivo claro. No es lo mismo hacerlo indefinidamente que por plazos limitados. No es lo mismo hacerlo respetando a personas vulnerables o ambulancias que hacerlo con absoluta indiferencia hacia ellas.
Consecuencias colaterales. Las protestas son tales porque generan resultados de este tipo. Las manifestaciones que no las originan, como pintar grafitis o lanzar proclamas en público, están ya protegidas por la libertad de expresión. No necesitan una construcción adicional. La protesta, como construcción, aparece en los instrumentos de las relatorías de la ONU y de la CIDH, que la sentencia ni siquiera menciona, porque la libertad de expresión no basta para discutir estos colaterales. Las discusiones sobre protestas tratan de establecer si las consecuencias colaterales de determinadas manifestaciones consideradas en sus propias características, caso por caso, merecen o no esa tolerancia. La idea no es nueva: las huelgas generan consecuencias colaterales y ya han obtenido ese margen de tolerancia. Las protestas piden lo mismo.
Siempre tendrá sentido estar a favor o en contra de una protesta en particular. De cualquiera. No pretendo que respaldemos todas las protestas que se organicen de manera mecánica. Pero pido que no discutamos cosas tan complejas con tanta ligereza.
La Corte se ha corregido antes. Creo que debería hacerlo ahora.
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