Hace solo unos días, Katherine Gómez fue rociada con gasolina e incinerada viva en las inmediaciones de la plaza Dos de Mayo. También hace muy poco una niña de 11 años fue traída a Lima desde su pueblo, ubicado a seis horas de Atalaya. Le habían incrustado dos cinceles de fierro de 16 centímetros cada uno en el cráneo.
Un video muestra a un agente de Policía disparando una bomba lacrimógena directamente a la cabeza de Víctor Santisteban, un manifestante desarmado. Un policía, José Soncco, fue incinerado en Juliaca dentro de la camioneta en que prestaba servicio. Son 49 asesinatos perpetrados por las fuerzas de seguridad en dos meses de protestas. Son 15 feminicidios consumados y otros 20 intentados en solo este año. Son aproximadamente 10 muertes colaterales ocurridas durante las manifestaciones.
No son historias homogéneas; cada una encierra un significado propio. Pero tampoco son eventos singulares. Eyvi Ágreda fue incinerada viva en público en Lima hace casi cinco años. Cirilo Robles fue linchado en la plaza de Ilave durante una protesta el año 2004. Acumulamos dosis intolerables de indiferencia frente a los eventos más crueles que protagonizamos. Los registramos como noticia y luego los dejamos pasar.
No somos capaces de convertirlos en puntos de inflexión que den lugar a reglas prácticas, a compromisos reales, a dispositivos efectivos, vinculantes, diseñados para evitar que estas cosas se repitan. Ningún sereno o agente de policía estaba cerca del lugar en que quemaron viva a Katherine. Los testigos que estaban allí intentaron apagar el fuego, pero nadie intentó detener al agresor mientras escapaba.
La incineración de José Soncco o el disparo de esa bomba que destrozó la cabeza de Santisteban no han sido suficientes para que los colectivos de manifestantes y el Estado forjen acuerdos mínimos, protocolos básicos que conviertan la protesta en un espacio de ejercicio de derechos ciudadanos y no en lo que es ahora: un área vacía de autocontrol en la que se pueden generar escenas de crueldad extrema en cualquier momento.
Nos estamos impregnando de patrones de conducta extremadamente violentos. Los estamos consintiendo. Y el gobierno, al definir la impunidad y la negación como códigos de referencia para ocultar las muertes que ha causado, acelera el proceso. La violencia, cuando se instala sin consecuencias, se expande sin límites. Y somos una sociedad expuesta a ella. No hemos resuelto la herencia de los años 80 y 90 en violaciones a los DDHH. Y vivimos en medio de chantajes, sexismo, diversas formas de tráfico que incluyen tierras y personas que se sostienen por métodos violentos.
¿Qué efecto puede causar la impunidad y la negación en un entorno vacío de reglas? Las sociedades que matan forman rituales perversos. Aquellos que se disfrazan de comandos para disparar a mansalva en colegios y universidades reproducen patrones de violencia que están instalados en el entorno en que viven. La muerte consentida, la que se esconde en nuestra indiferencia, se expande, se duplica, se ritualiza.
Si las muertes de las manifestaciones quedan impunes, si casos como el de Katherine y esa niña no son tomados en su exacta dimensión, tendremos más muertes en las próximas manifestaciones; otras mujeres serán incineradas y otras niñas serán flageladas. Estamos en riesgo. Una sociedad sin reglas está expuesta a internalizar la crueldad como forma de expresión del poder en todas sus formas; la política, la local, la cotidiana. El empoderamiento, en todas sus dimensiones, es un combustible capaz de expandir lenguajes violentos. Morir por mano ajena con el desprecio que representa la crueldad, con la impunidad impuesta en el lugar que corresponde a un funeral. Es demasiado.
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