Cuando se trata de ética pública, las simulaciones desgastan. La violencia que comenzó en diciembre 22 instaló entre nosotros como necesidad el adelanto de elecciones generales. El Gobierno y el Parlamento se han resistido al reclamo por todas las vías imaginables. Ambos nos han impuesto su permanencia con un discurso casi culposo que simula cada tanto, de mala manera, mantener abierta una cuestión que a ninguno de los dos interesa: Irse. Todos los debates realizados hasta ahora sobre nuevas elecciones han resultado ser puestas en escena. Puestas en escena tan grotescas que profundizan el divorcio que gobierna ahora la relación entre sectores enteros del país y la sociedad política.
El divorcio está ahí, incluso para quien insista en negarlo. El agrietamiento que él está incubando forma una espiral que por ahora no tiene punto de salida.
Ideación y negaciones. En el Gobierno y en el Congreso, la permanencia parece construirse desde una forma de contar las cosas que reemplaza la realidad (negada) por el deseo (convertido en argumento). Una mecánica como esta originó los casos “fraude en mesa” y “traición a la patria”. Es además la misma mecánica que gobierna la defensa de Castillo. En estos casos quien cuenta la historia bloquea la evidencia y construye desde una ideación: el caso del fraude en mesa existía para quienes querían que Castillo no haya ganado. El de traición para quienes creyeron que cualquier pretexto bastaba para forzar su salida. De una manera semejante, el caso contra Castillo es un abuso para quienes no quieren tomar en cuenta la decena de testimonios que le incriminan.
En una línea muy semejante, el discurso de la permanencia quiere asumir que las protestas se desvanecen por el simple paso del tiempo. Entonces “ganar tiempo” se convierte en un objetivo. Hacia allí van las simulaciones de debates sobre elecciones en el Congreso. Fallas en el diagnóstico: las protestas son la expresión de un estado de cosas marcado por la fractura de la legitimidad de la autoridad frente a determinadas personas y colectivos. Son mensajes sobre el estado de una legitimidad que no está siendo construida. Entonces tomarlas en serio exige leer indicadores que establezcan el estado de esa legitimidad y definir rutas para equilibrarla. Limitarse a hacer una contabilidad de marchas y bloqueos o, peor aún, desviar la mirada y hacer inviables a las personas y colectivos que se han movilizado representa un error.
Construir desde el deseo. La forma de contar las cosas que han adoptado quienes defienden (de hecho) la permanencia de Gobierno y Parlamento supone que la legalidad formal “es” el único factor necesario para otorgar legitimidad a la autoridad. Entonces los congresistas fueron elegidos por cinco años, Boluarte asumió la presidencia por sucesión constitucional y ambas cosas “deben bastar”. Pero es que no bastan. La legalidad formal es una condición indispensable para construir legitimidad. Pero la legitimidad no se obtiene por nombramiento ni por mandato constitucional. La legitimidad se construye en relaciones edificadas sobre el mutuo reconocimiento práctico de quienes gobiernan y quienes son gobernados, o el de quienes representan y quienes son (o deberían ser) representados. La legitimidad es un estado de cosas derivado de la confianza. Y la confianza se gana o se pierde. Es una verdadera locura (locura: “pérdida de referencia a la realidad”) pretender gobernar o sostener un cuerpo de representación sin medir permanentemente el estado de la confianza ganada o perdida.
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