Tenemos ante nuestros ojos más de 50 personas que han muerto desde que empezó la violencia. Miremos esos rostros; detengámonos en esas historias de vida, en todas. Encontraremos un joven que logró ser policía y fue calcinado en una camioneta oficial. Otros eran deportistas, estudiantes, trabajaban. La mayoría, como él, eran jóvenes. Algunos todavía no. Muchos murieron por disparos de armas de fuego en la cabeza y en el tórax.
No perdamos de vista sus nombres. Tampoco los rostros ni los nombres de sus padres y madres. El único factor en común en estas historias es que no debieron morir. La muerte no es un factor admisible en la ecuación de una explosión política. La muerte en historias como esta es siempre innecesaria. De la muerte no resulta ninguna forma de legitimidad o estabilidad política ni conciencia de clase. La muerte solo produce dolor; produce heridas que arrastraremos indefinidamente, porque se instalan en el centro de nuestra memoria; trascienden a la propia impunidad a la que puedan aspirar sus perpetradores.
Si se trata de escuchar, ya no solo de mirar, están quienes exigen que Boluarte renuncie y quienes exigen que se sostenga en el lugar en que ahora está. Aquí comienzan las decisiones que ahora podemos tomar. Boluarte llegó donde ahora está porque estaba llamada a ocupar ese asiento. Pretender discutir el origen del encargo es solo un esfuerzo inútil por reinstalar en la mesa la irreversible situación de Castillo. No tiene sentido. La cuestión es que no encuentro cómo pueda sostenerse en el cargo después de más de 50 muertes. Son ya más de 50.
Boluarte debió renunciar después de la primera masacre deliberada, la de Huamanga. No debió imponernos la de Puno ni intentar convencernos de que disparar sobre el cuerpo de personas desarmadas o fuera de una escena de ataque es una forma válida de ordenar desadaptados. No estamos discutiendo escenas relacionadas con enfrentamientos. Ni siquiera es un caso sobre proporciones. Estamos discutiendo lo que representa haber disparado sobre personas desarmadas o que huían del lugar. Y es aún peor, estamos discutiendo lo que representa haber autorizado un despliegue de potencia de fuego que incluía la posibilidad de matar como parte del cometido de las fuerzas de seguridad.
La permanencia de Boluarte después de la primera masacre insulta la memoria de los que han muerto. Pero constituye además sin margen de duda su responsabilidad sobre la segunda masacre. Mantenerse en el cargo solo agrava para ella las cosas. Lo entenderá acaso con el tiempo. Las investigaciones oficiales sobre los hechos tomarán seguramente más tiempo que su mandato en la presidencia. Pero terminarán en algún momento. Y salvo que alguna ilusión le permita imaginar que podrá contener los cargos en el Congreso por cinco años seguidos, como lo viene haciendo Merino, el caso que sigue a estas muertes, como el de Merino, terminará en los tribunales de justicia.
El tiempo en que se sostiene en el cargo solo agrava su situación futura. Pero, más importante que eso, su permanencia en el cargo insulta a las familias de quienes han muerto. Porque no tenían porqué morir y ella pudo evitarlo. No lo hizo. Y sigue sin dar una sola muestra de comprender las consecuencias de lo que al menos ha dejado hacer.
Que alguien pretenda que debo aceptar la muerte de quien fue hijo o hija de alguien más pretende al mismo tiempo que acepte la muerte que podría serle impuesta a mi propio hijo. Eso es algo que jamás voy a hacer. Yo me pongo de pie por la muerte de los otros porque no aceptaré bajo ninguna condición la muerte de los míos.
Y si no entendemos eso como un mínimo de justicia, estamos sencillamente perdidos.
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