Seis meses en crisis. Cada una de las opciones que se han venido prefigurando como puertas de salida en este tiempo ha ido cerrándose detrás de la anterior.
Agotadas todas, no veo más alternativa que adelantar las elecciones.
En tiempos de Bellido y Cerrón, la salida parecía clara: Castillo debía deshacerse de ambos y conformar un gabinete que pudiera gobernar libre de cualquier interferencia externa en los asuntos del Estado. Entonces llegó el gabinete Vásquez, que si bien generó el impasse sobre minería al sur de Ayacucho pudo ganar espacio con la salida de Barranzuela de Interior, aunque no pudo deshacerse de Ortiz en Transportes ni de la obsesión de Castillo por controlar a la Policía.
Ahí la explicación de la crisis que generó su salida.
Castillo, investigado por su papel en los casos Tarata II, biodiésel y ascensos, todos relacionados con sus reuniones clandestinas en la calle Sarratea, quiere controlar a la Policía a cualquier costo. El precio elegido para obtener ese control parece ser construir un pacto con las redes clientelistas que ahora impregnan los pasillos de todos los poderes públicos.
Un canje.
Ya no se trata solo de su sindicato de origen ni de los donantes de campaña, que parecen merodear todavía los pasillos de Transportes. Es más que eso. La última conformación ministerial que Castillo ensayó debutó con una danza de a dos: mientras Castillo elegía a sus nuevos alfiles, el Congreso aceleraba el ataque a la Sunedu con una sincronización tal, no olvidarlo, que las primeras declaraciones del ya caído Valer, registradas sin consulta previa al Consejo de Ministros, anticipaban que el desmontaje de la superintendencia sería avalado por el Gobierno sin ninguna disputa.
Valer sellaba el armisticio desde un gabinete que incluía como ministro del Interior al mismo personaje que produjo la dimisión de Vásquez y del viceministro Carrión, antiguo jefe de la Policía. Todo la misma noche en que Justicia destituía al procurador Soria, el que pidió a la Fiscalía investigar al presidente.
Son señales demasiado claras para no notar sus consecuencias.
Antes de esta última escena parecía posible instalar en nuestro sistema un proceso por infracción a la Constitución que, desvinculado de la compleja cuestión sobre delitos, permita discutir la responsabilidad constitucional del mandatario y su eventual destitución por cosas como los US$ 20 mil hallados por la Fiscalía en el armario de Pacheco, las reuniones clandestinas en la calle Sarratea y las aparatosas fiestas de cumpleaños de las hijas del presidente y su secretario. Pero ahora, después del ataque a Sunedu, que sea el Congreso el que destituya a Castillo no representa una forma de resolver la crisis.
Me explico: Sunedu es la autoridad que tiene que terminar de poner orden en un espacio tan importante como las universidades. Pero esta no es solo cuestión de ciencia y educación. Es una cuestión que determina el margen de maniobra y acumulación de dinero de una de las redes clientelistas que más daño está haciendo a nuestra precaria institucionalidad: la que forma las universidades no licenciadas. Entonces la apuesta que hizo en esta última escena el Congreso contra Sunedu no puede ser tomada como una coincidencia. Es la apuesta por un actor que está desplegando un plan específico de influencias en el sistema con un propósito definido y un resultado colateral sumamente perverso: convertir la política en simple ejercicio de gestión de intereses privados.
El sistema está portando un virus sumamente corrosivo. Entonces el autocontrol ya no es una opción. Hay momentos en los que una colectividad debe encontrar ese dispositivo que permite que todo comience de nuevo.
Este es uno de esos.
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