Sobre la sentencia del caso El
Frontón
César Azabache Caracciolo
El Tribunal Constitucional acaba
de renunciar a resolver claramente qué debemos hacer con el caso que discute
las condiciones en que fue debelado del motín senderista de junio de 1986 en la
cárcel de El Frontón. Honestamente creo que la falta de una decisión clara
sobre el particular nos daña como país. Todo asunto que arrastra nuestra
memoria colectiva como cuestión pendiente afecta, a la larga, nuestra confianza
en el sistema legal. Y la Sentencia que el TC acaba de adoptar en este caso representa,
lamento decirlo, una manera de no terminar de encarar este asunto en su exacta
dimensión.
La defensa de los procesados por
los métodos empleados al debelar el motín de junio de 1986 (o al menos la
defensa de alguno de ellos) está intentando que el caso no llegue a juicio por
el tiempo que ha transcurrido desde los hechos: Más de 20 años. Veinte años es,
en efecto el plazo máximo para llevar a tribunales casos de homicidio anteriores
a 1991. Sin embargo, hay una serie de razones para sostener que este plazo no
se aplica cuando el caso trata sobre violaciones a los derechos humanos, sea
cual sea la regla del Código Penal que se haya invocado. Estas razones son, de
hecho, tanto o más importantes que aquellas otras que, eventualmente, podrían haber
justificado el uso de las reglas sobre prescripción en estos casos ¿No era éste
entonces un asunto sobre el que el Tribunal Constitucional nos debía un
pronunciamiento definitivo, independientemente del resultado que corresponda
adoptar? ¿Que ganamos entonces con eludir el asunto, además de confirmar que éste
Tribunal ya no es el mismo que era hace sólo unos meses?
Veamos: En agosto del 2000 la
Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado peruano por lo
ocurrido en El Frontón, y le ordenó investigar los hechos. En setiembre del
2001 la misma Corte declaró que el paso del tiempo no debe impedir que un caso
sobre derechos humanos llegue a juicio. En marzo de 2004 el Tribunal
Constitucional, basándose en la jurisprudencia de la Corte, llegó a declarar que
la Constitución asegura el derecho a saber la verdad sobre todo evento de
violencia, lo que sin duda incluye las violaciones a los derechos humanos. A mediados
del año pasado un tribunal de Lima, sin siquiera revisar estos antecedentes,
declaró que las investigaciones sobre El Frontón debían archivarse por el paso
del tiempo. El asunto fue llevado al Tribunal por impulso de una de las
principales ONGs del medio, el Instituto de Defensa Legal (IDL), que
aparentemente había intervenido como amicus curiae en el proceso, y el Tribunal ha fallado diciendo
que no iba a declarar nada sobre el fondo del asunto, porque el IDL había
atacado la Sentencia que mandó a archivar el caso sin tener derecho formal a
hacerlo.
De hecho, si es verdad que el IDL
sólo fue aceptado en el caso como amicus curiae, es decir, como consultor de la
Corte, entonces no tenía derecho a atacar la Sentencia. Hay que decir que por
razones de este tipo en febrero de 1993 la Corte Interamericana de Derechos
Humanos se negó a llevar a juicio el caso Cayara. No es absurdo entonces que en
determinadas circunstancias errores de procedimiento obliguen a cerrar un caso
de derechos humanos. Pero no puede dejar de observarse que el peso de los hechos
en discusión era esta vez demasiado grande como para justificar que el Tribunal
se haya limitado a declarar que no emitiría sentencia sin siquiera declarar
cuáles eran las reglas a seguir en el caso.
Me niego personalmente a pensar
que para poner punto final a esa herida abierta formada por los casos
pendientes de los ochenta y noventa se deba acudir a una venda que nos impida
debatir, de plano, cuáles son las responsabilidades involucradas en lo
ocurrido. Creo que como sociedad le debemos al país por lo menos la honestidad
de encarar esta herencia de manera seria y responsable, incluso aunque el
resultado que pueda obtenerse de un debate abierto pueda no corresponder a
nuestras preferencias personales. Nuestro sistema legal, entonces, ha quedado
en deuda con todos nosotros, con nuestro derecho a hacernos responsables por
nuestra historia reciente.
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