Entre muchas otras cosas, estamos distorsionando el sentido de nuestros procesos parlamentarios.
Ya sabemos que el Congreso debería representar a la ciudadanía, pero no lo hace; se lo impide esa muy baja conexión con la opinión pública que mantiene. Sabemos que la impunidad instalada dentro del Congreso alimenta esa desconexión. Y sabemos que la prohibición de reelección parlamentaria, un claro error impulsado por el referéndum del 2018, crea una burbuja de nula responsabilidad política que canibaliza el sistema entero.
Sin embargo, nos falta notar que el deterioro que causa esta espiral hacia abajo en que vivimos se multiplica de manera sensible también cada vez que el Congreso decide precipitar la aprobación de una ley no revisada reflexivamente. Las leyes, para cumplir su función, deben ser expresión de mallas de acuerdos tejidas con personas y colectivos de personas que estén involucradas en los asuntos que se pretende regular.
La ley no puede ser solo un documento escrito en un gabinete; un documento aprobado con cierta contabilidad de votos y punto. Para ser tomada en serio, para sostenerse, una ley tiene que haber involucrado en su gestación a la ciudadanía. La ciudadanía incluye a especialistas de todos los sectores y a usuarios de los sistemas públicos. Pues bien, este Congreso no está involucrando a la ciudadanía en lo que hace.
La autógrafa sobre colaboración eficaz, la ambivalente ley Soto y la reciente ley que autoriza el uso de armas de fuego en espacios cerrados, la llamada “ley de legítima defensa”, constituyen tres casos en los que el Congreso ha intentado o intenta imponer textos aprobados por el Pleno sin haber hecho antes el menor esfuerzo por obtener el respaldo de nadie fuera del hemiciclo.
En estos tres casos, el solipsismo del Congreso ha llegado al extremo de pasar por alto las objeciones que las principales autoridades del sistema al que se intentaba regular, el de justicia penal, hicieron a los proyectos originales. Aprobadas en estas condiciones ninguna de estas leyes expresa el mínimo consenso que necesitan para sostenerse en el tiempo. El resultado: las tres leyes registran o comienzan a registrar problemas de promulgación o aplicación práctica.
El proyecto de ley de cine que viene promoviendo la señora Tudela padece del mismo defecto. He seguido el debate que se ha iniciado con su publicación y quedo convencido de que si algo falla en ella es la absoluta falta de referencias que exhibe a algún esfuerzo mínimo de consulta y creación de legitimidad previo a su presentación que haya rebasado las puertas de sus oficinas.
Una ley no funciona como tal cuando la produce un congresista para sí mismo. Pero tampoco funciona cuando intenta justificarse en las acreditaciones académicas de sus autores o en un esfuerzo de redacción desarrollado a puertas cerradas.
La ley no fue creada para ser un vehículo de interés clientelista, pero tampoco para ser un producto determinado académicamente. Si se tratara de eso los Congresos serían elegidos por científicos y doctores, no por la ciudadanía. El Parlamento no es laboratorio de ensayos ni un aula. El Parlamento es un espacio de formación de acuerdos que deben incluir cada vez a más personas, a más colectivos.
La ley no se sostiene porque haya sido aprobada en el Pleno ni porque haya sido publicada en el diario oficial. La ley se sostiene porque es legítima, porque representa a sectores de la ciudadanía, porque se ha llegado a ella tejiendo mallas de acuerdos que nos involucran, como ciudadanía, con cada paquete de normas que se proyecta aprobar.
Ese proceso de legitimación no puede construirse a puertas cerradas. Y el Congreso está cerrando las puertas continuamente.
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