Llamar insistentemente “terrorismo” a la protesta como un todo y restar importancia a las más de 50 muertes innecesarias provocadas en este periodo son dos giros que se están haciendo habituales. A ellos se ha unido en los últimos días la promoción de una amnistía pensada para proteger de la justicia a las autoridades involucradas con las muertes de la violencia. Tres componentes de una nueva forma de conservadurismo que ahora resuena por encima de otras varias opciones conservadoras.
La amnistía como opción es una propuesta de corto alcance. El derecho internacional de los derechos humanos prohíbe usar amnistías en casos como los de las muertes de diciembre y enero. En nuestra historia reciente, de hecho, ya se han caído una amnistía, una ley sobre prescripción, una gracia y un indulto. Quienes promueven la amnistía lo saben. Saben que al final del día perderán cuanto juicio internacional se haga en contra de la medida que promueven. Saben que están estafando a sus beneficiarios teóricos.
Pero insisten, porque al hacerlo trazan un lazo de interés subjetivo que refuerza la represión de las protestas. La propuesta es un incentivo simbólico a la represión. Refuerza una identidad específica construida en términos negativos: la identidad antiderechos que la transición del 2000 no pudo remover.
La transición del 2000; la que comenzó con Valentín Paniagua. Imposible olvidar que el consenso del 2000 no logró resolver la memoria sobre las matanzas de los 80 y 90, aunque bloqueó varias medidas de impunidad de esos tiempos. El consenso del 2000 tenía además un componente antiterrorista. E incluía un set de cláusulas económicas duras, entre ellas la forma actual de las economías extractivas.
El consenso del 2000 contenía también las cláusulas sobre consulta previa y los mecanismos que la relativizaron hasta dar lugar a las masacres de Bagua. Límites entonces los tuvo. Pero lo que importa es que como conjunto de referencia ya se ha agotado. El consenso del 2000 no se ha convertido en otra cosa y no ha sido reemplazado por otro.
El momento actual, en el que aparece esta nueva propuesta de amnistía, no tiene nuevos puntos de referencia. No tiene forma definida. Nuestra vida política es, en medio de ese vacío, un hervidero de disputas apocalípticas en agresiva y violenta ebullición. Todas las discusiones que estamos teniendo ahora están planteadas en términos binarios; en función de pares organizados por esquemas del tipo “bueno/malo”; “pro/anti”; “nuestro/ajeno”. Son esquemas diseñados para reforzar identidades negativas que nos alejan sin puntos intermedios de espacios de encuentro.
En este contexto, la amnistía parece pensada para reforzar la distancia que se ha impuesto en estos tiempos entre quienes ahora defendemos las protestas, todas o algunas (jamás los actos vandálicos que la penetran), y quienes defienden la represión indiscriminada impulsada por el Gobierno de Boluarte, que intenta convertir la violencia del Estado en una especie de respirador artificial.
En esa amalgama de tendencias binarias, el conservadurismo “proamnistía” se refuerza con otro que parece intentar negar que el consenso del 2000 se haya agotado e intenta defender sus fundamentos o los privilegios que generó incluso con las armas del Estado. Los conservadurismos por negación tienen siempre corto alcance. Pero eso no les niega un considerable potencial erosivo. La amnistía, si llega a prosperar, se caerá más temprano que tarde. Y las condiciones de un nuevo consenso institucional llegarán a discutirse, en un formato o en otro.
Pero mientras tanto los negacionismos nos seguirán separando. Lo harán hasta que seamos capaces de establecer varios “nosotros” que nos incluyan sin agresiones.
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