La única pregunta que queda en mi tintero es si Torres seguirá siendo el principal abogado de Castillo después de la semana que hoy termina. En su último movimiento, el penúltimo primer ministro parece haber creído que armaba una astuta plataforma para cerrar el Congreso al costo de su propia permanencia en el gabinete. Pero el ejercicio condujo a un grosero fiasco. Un flagrante papelón, sería mejor decir.
Quizá pasó por alto que Castillo no quiere cerrar este Congreso. Está demasiado cómodo con su inoperancia. No veo por qué querría reemplazarlo por uno nuevo que podría vacarlo al día siguiente de instalarse. Algo así le pasó a Vizcarra. Además, la Corte Suprema y el TC han confirmado, en las entrelíneas de sus dos últimas decisiones, que no admitirán que se pasen por alto los límites que impone el artículo 117 de la Constitución a la destitución del presidente en ejercicio por infracciones a la Constitución o por delitos, y que ni siquiera se le podrá llevar a investigación preparatoria mientras el 117 esté en vigencia. Caso cerrado. ¿Para qué entonces presionar al sistema?
Además de mantener el muro de votos que impide vacarlo, Castillo solo necesita ahora asegurarse de que el Congreso siga sin mover un dedo para suprimir el artículo 117 de la Constitución. Su tarea parece entonces sencilla.
En lo inmediato, el Congreso ya anunció que demandará al presidente por las declaraciones del jueves 24, en las que asumió que se había cumplido la primera de las dos denegaciones de confianza requeridas para cerrar el Congreso. Si la demanda se escribe sin las confusiones que hemos visto en otros casos (el caso por traición por ejemplo), el Tribunal Constitucional podrá descalificar su declaración muy fácilmente: para notar el abuso que representa la maniobra ensamblada por Torres basta con notar que solo en 6 días pasó de pedir, bajo cuestión de confianza, la derogación de la ley que regula las cuestiones de confianza (redundancia inevitable) a pedir la derogación de la ley sobre referéndum. El tema era claramente lo de menos; el objetivo era lanzar lo que sea.
En el primer caso, el Gobierno no había logrado que el TC declare que la ley en cuestión transgrede la Constitución. En el segundo caso, antes del pedido de confianza, el Gobierno había demandado ya la inconstitucionalidad, y perdió el caso el mismo jueves 24. Torres, en su último movimiento, estaba pidiendo que se deroguen leyes que había atacado sin éxito. Ni siquiera es necesario leer la ley que regula las cuestiones de confianza para notar que el ejercicio era desde el inicio un absoluto despropósito. Por vía de estas confianzas, Torres pedía al Congreso que le obsequie la derogatoria de dos leyes que no pudo hacer anular en el TC.
Quizá Torres pensó que planteando las cosas así, en el extremo de lo inviable, la denegatoria sería inminente. Craso error. En realidad estaba ofreciendo a Castillo algo que solo él mismo quería: cerrar el Congreso. Acaso no notó que la poca seriedad del movimiento era evidente desde el primer acto. Torres intentó construir una crisis artificial provocándola. Un cierre que representa con absoluta precisión lo falaz de su paso por el Gobierno de Castillo.
El juego queda entonces estancado. Si nada cambia, Castillo se queda; los casos en su contra seguirán siendo solo investigaciones preliminares hasta agosto del 2026; la primera cuestión confianza será desmontada; el Congreso no tocará el 117 y Betssy Chávez probablemente obtenga, incluso de la oposición, el voto de confianza.
Un largo invierno se avecina. Salvo, por cierto, que el Congreso finalmente deje de quitar el cuerpo al debate de fondo: la vigencia o supresión definitiva del artículo 117 de la Constitución.
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