El sistema político coloca en puestos de gobierno y representación a personas clientelistas y corruptibles. No porque ellos correspondan a las preferencias de los electores. Los coloca porque son funcionales a una serie extensa de intermediarios que controlan las candidaturas de una manera que se asemeja a la que se usaría para controlar los escaparates de un mercado instalado en una zona poblada por mafias y carteles.
La idea no es mía. Me baso en un par de conversaciones que he aceptado mantener en reserva, pero que me han dejado convencido de que esos intermediarios han logrado instalar entre nosotros una oferta política sujeta a su control. Encuentro que estos intermediarios han encontrado la forma de desalentar alternativas que podrían resultarles inmanejables. Aunque de cuando en vez algunas cosas se les escapen de las manos, esos intermediarios tienen ahora el control de una escena canibalizada por el permanente recambio que impuso la absurda prohibición de reelección parlamentaria que instalamos con el referéndum de 2018. Los títeres que ahora se eligen, porque usualmente eligen títeres, siguen siendo títeres porque con cargos no renovables les es imposible adquirir cualquier cuota de poder o influencia que los convierta en agentes autónomos frente al sistema. Terminado su ciclo en el Congreso dependerán de los controladores de escaparates para reubicarse en algún gobierno regional, en una municipalidad o en alguna otra burocracia.
Algunos de estos intermediarios son reyezuelos locales o regionales que han cambiado de liga aprovechando las grietas generadas en el sistema por los barones de la construcción (“El Club”) a partir de los casos Odebrecht. Hay quienes controlan franquicias; otros tienen fortunas que pueden mover por debajo de los radares de las autoridades. Y no faltan quienes tienen ambas cosas.
No se trata de un monopolio como el que pretendió instalar Montesinos en los 90. Se trata más bien de un mercado en permanente ebullición, en agresiva competencia. Los agentes de este mercado pueden aglomerarse alrededor de puntos fijos de ataque (Sunedu y género por ejemplo); pero no están alineados en torno a ideas o planes que les conviertan en organizaciones sostenibles. Más que tribus forman redes inestables que pueden desarrollar fisuras conforme se expanden y consolidan las posiciones que tienen ahora, pero pueden perder mañana.
Los controladores de escaparates de este periodo tienen características particulares. Se muestran obsesionados por mostrar que las instituciones, las reglas y el lenguaje no les interesan; que son capaces de sostenerse en el agreste potro del poder haciendo casi ningún esfuerzo por hacer algo parecido a gobernar. Son depredadores indiscriminados. Se exhiben sin recubrimiento alguno. Muestran un nivel de resistencia que no tuvieron sus más recientes antecesores. Y multiplican la tensión que generan sin importarles que al hacerlo pueden hacer estallar el andamiaje que les sostiene.
Precario equilibrio. Como ocurre siempre en los mercados ilegales, aquí la curva de crecimiento caerá en algún momento de manera abrupta. En este ciclo de expansión las ganancias y la avidez aumentan. Del baño de Pacheco a la 4x4 y de ahí al primer millón en sobornos. Difícil llegar a 30, porque para entonces los actuales controladores de escaparates serán reemplazados por otros, acaso los dueños de los edificios en que esos escaparates están instalados. Habrá nuevas subastas; subirán los precios de la corrupción y ellos no podrán pujar y serán delatados; delatarán a otros, fugarán o irán presos. Una mafia reemplaza casi siempre a otra cuando cambian los términos de intercambio.
Si no reaccionamos a tiempo, por supuesto.
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