El gobierno del presidente Sagasti se inauguró con una promesa sobre el modo de manejar las secuelas de las marchas del 14 de noviembre. Mañana habrá pasado un mes desde entonces. Y hasta ahora el gobierno no ha avanzado ni siquiera en la indemnización a las víctimas y a los heridos. No encuentro explicación a esto. Si encuentro sencillo describir, no explicar, por qué el gobierno no ha podido avanzar en investigaciones que, por lo que le toca, solo requieren una rápida confirmación pública de tres cosas básicas: de dónde salieron los proyectiles de canicas y plomo que se lanzaron sobre el cuerpo de las víctimas; quién autorizó que se portaran y quién ordenó disparar.
El gobierno se entrampó a sí mismo con la destitución impulsiva de 18 generales de la policía. Había que publicar a tiempo el nombre de quienes determinaron que el 14 de noviembre tuviera la forma específica que tuvo. Había que separarlos; no ofrecerle la absurda coartada de esconderse detrás de un colectivo purgado sin fundamentos objetivos.
La purga se ha convertido en un estorbo. Nos ha impedido generar un nuevo protocolo de actuación de la policía frente a manifestaciones. El derecho a la protesta está definido o está en pleno proceso de definición al menos. Impulsado su reconocimiento por las marchas del 14 de noviembre, deberíamos estar modificando ahora mismo los códigos de referencia con los que se organiza la reacción de la policía cuando un grupo organizado o un colectivo espontáneo se lanza a las calles o a las plazas o a las vías para hacerse escuchar.
Los protocolos aplicables a estos casos deberían abandonar ya el eje de la contención y el ataque para pasar a definirse sobre un perfil de protección a las personas que protestan. Basta una comunicación pública previa para hacer explícitos los límites que no deben transgredirse en una marcha o en una concentración pública o al interrumpir una autopista. Basta con publicar los procedimientos que deben respetarse para contener el bloqueo a ambulancias o la exposición de niños y mujeres embarazadas o personas vulnerables a situaciones de peligro. Basta con marcar plazos y treguas obligatorias.
No es complejo. Pasa solo que la purga nos estorba. La purga ha vuelto el proceso de construcción de la memoria de noviembre de este año un asunto confrontacional, no dialógico. Bastaba un gesto público; algo como lo que hizo la policía de Florida con ocasión de las movilizaciones por la muerte de George Floyd: hincarse de una rodilla ante todas y todos. Tendríamos que haber forjado un espacio que permita a los manifestantes de nueva generación y a la policía encontrarse, reconciliarse. Pero en lugar de eso la purga ha abierto el espacio por el que transitan cosas como el ataque al mural pintado en homenaje a Bryan e Inti y el atrevimiento de siete congresistas, liderados por Merino, que pretendieron poco menos que vetar la exposición de fotografías de las protestas abierta esta semana en el LUM.
Son demasiadas las voces que han dejado en claro que la remoción de la mayoría de los 18 generales purgados no ha tenido sentido. La lista de purgados no refleja una acción arreglada a facilitar las acciones de investigación sobre lo ocurrido el 14 de noviembre. Simplemente no tiene sentido.
Pero siempre está el reconocimiento como opción. La mejor manera de enfrentar un error es aceptarlo en su entidad. Disculparse, pedir perdón, hacerse responsable; los formatos son variados. En cualquiera de ellos se trata de asumir el peso que se genera cuando el error se convierte en un estorbo.
El presidente nos ha dicho que no le tiembla la mano cuando escribe, cuando acaricia ni cuando golpea.
Espero que tampoco le tiemble ahora, cuando le toca reconocer que se está equivocando.
Publicado en La República el 13 de diciembre de 2020.
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