LA NECESIDAD DE REAFIRMAR LA PRINCIPAL MAGISTRATURA DEL PAÍS
La suprema provisionalidad
Aprendí hace mucho que los problemas del Poder Judicial deben abordarse usando indicadores que describan el servicio que reciben las personas. Una lista corta incluye entre ellos la ubicación de los juzgados (que debería definirse desde los distritos, que es donde viven los usuarios del sistema), la visibilidad de los jueces (que deberían ser tan conocidos como los alcaldes distritales), la prontitud con que se castigan crímenes cotidianos (aquí vamos algo mejor); la conservación de niveles razonables de habitabilidad en las cárceles (aquí estamos desbordados) y la atención efectiva a las víctimas de toda forma de abuso (aquí la falla del sistema es clamorosa).
Estos son los asuntos que deben mantenerse en el primer lugar en la lista de prioridades de la política judicial. Pero no puedo dejar de notar que actualmente los temas que involucran el equilibrio entre poderes públicos, por más abstractos que parezcan, se convierten también en inaplazables. Con las distancias que separan al presidente electo de la mayoría en el Parlamento, estamos entrando al primer ciclo de divergencia entre el Ejecutivo y el Legislativo registrado en nuestra historia reciente. La tensión que anuncia esta situación tendrá que estabilizarse en algún momento, pero mientras se recomponen las cosas, las principales magistraturas de la República, el Tribunal Constitucional y la Corte Suprema (a falta de un Senado de urgente reinstalación), se convertirán, probablemente, en factores indispensables para equilibrar el sistema.
Entonces, es urgente remover todos los obstáculos que puedan deteriorar el peso específico de ambas magistraturas. Como conjunto, el Tribunal Constitucional está en un muy buen momento. Su nueva conformación se ha presentado en el medio con una línea de jurisprudencia moderada, sólida y clara. La Corte Suprema, por su parte, ha alcanzado un nivel que la convierte, desde mi punto de vista, en la más sólida desde la transición de 1978. Pero su consolidación plena, imprescindible en el presente, requiere eliminar en ella un problema que a estas alturas resulta intolerable: la provisionalidad de parte de sus jueces.
Un juez debe estar en posición de resistir toda forma de interferencia. Un juez debe sostenerse a sí mismo como referente moral de la comunidad en la que actúa. Debe mantener el respeto de todos, incluso cuando adopta decisiones impopulares. Para lograr este nivel de resistencia, todo juez debe ser inamovible. La provisionalidad, que lo sujeta y hace depender de decisiones de terceros, constituye la negación de la independencia. La inamovilidad de los jueces, como la inmunidad de congresistas y diplomáticos, es la primera condición institucional para el adecuado desempeño de la judicatura.
A principios de este siglo creímos –y fue un error– que la Corte Suprema podía operar con 18 jueces. En los hechos, durante más de 15 años, hemos necesitado al menos 33. Varios de los 15 jueces que han completado la corte “provisionalmente” se han convertido ya en imprescindibles. Algunos tienen cerca o más de diez años en la misma posición, pero todavía tienen que confirmar todos los años si al siguiente seguirán teniendo asiento en sus salas. Esto es absurdo.
Toca hacer lo más sensato: ampliar el número de jueces de la corte y nombrar como miembros plenos a quienes prácticamente lo son de hecho.
No estamos en tiempos en los que quepa darnos el lujo de seguir horadando la solidez de una de las principales magistraturas del país.
Publicado en El Comercio el lunes 25 de julio de 2016
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