El Ejecutivo contra el Ejecutivo
César
Azabache Caracciolo
En el
último tiempo hemos tenido por lo menos tres debates fuertes sobre el
cumplimiento de condenas a prisión. Primero fue el caso Mantilla, en el que se
discutió si las reformas de agosto del 2002 se podían aplicar a quienes fueron
detenidos por corrupción antes de esa fecha. Luego vino el caso Crousillat,
sobre los límites del indulto. Y ahora está el caso Berenson, en el que el
Ejecutivo cuestiona que se conceda al mismo tiempo el descuento de condena por
trabajo y la liberación condicional.
En
general, la justicia penal supone que el castigo impuesto a los condenados como
responsables por cometer delitos sea cumplido íntegramente. Y suponen que el
Estado sostenga un cuerpo de administración y vigilancia que se haga cargo del
cumplimiento de las condenas. Las mimas reglas permiten a los condenados
acceder a beneficios que son al mismo tiempo estímulos individuales y
mecanismos de control y prevención sobre su comportamiento futuro. En nuestro
caso, los condenados pueden obtener, principalmente, descuentos en el plazo de
sus condenas (“redención”) y regímenes progresivos de libertad vigilada
(“semilibertad” y “libertad condicional”), además del cambio de condenas a
prisión por otras en libertad (“conmutación”) e incluso la excarcelación
inmediata (“indulto”).
Todos
estos beneficios son privilegios excepcionales concedidos a personas que ya
están condenadas. Por eso deben tratarse con extremo cuidado. Toda limitación
al cumplimiento de sentencias judiciales debe ser tomada como una excepción
apoyada en muy buenas razones. De hecho el cuidado con el que debe tratarse
este tipo de asuntos justifica que el propio Ejecutivo, a través del Consejo
Técnico Penitenciario, cumpla en la ley un papel decisivo en la promoción de
cualquier beneficio. De alguna manea, la administración debe recomendar a los
postulantes a estas excepciones. De esta manera, por el ingreso de la
administración, el procedimiento adquiere cierto margen de discrecionalidad
necesaria.
Puestas
así las cosas, queda claro que la solicitud de cualquiera de estas medidas no
es una cuestión de derechos adquiridos, sino una especie de súplica de
clemencia respaldada por la propia administración. La concesión de cualquiera
de estos privilegios debe partir de una evaluación de estricta necesidad o
merecimiento que en ningún caso puede superarse como si fuera un simple asunto
de mero trámite. Los beneficios no son una herramienta para despoblar prisiones
(en esto retrocedo en una opinión que defendí al comenzar los 90). La
administración debe recomendar al judicial que afecte el curso natural de
condenas ya impuestas sólo cuando tenga buenas razones para hacerlo.
Pero
entonces algo debe estar funcionando verdaderamente mal en la administración
penitenciaria. Y es que las tres crisis que comentamos suponen procedimientos
sobre beneficios que fueron iniciados con una opinión favorable del Ejecutivo
expresada a través de informes del Consejo Técnico Penitenciario. Guardo por la
Ministra Fernandez y por el Procurador Galindo el mayor de los respetos. Y sin
duda me cuento entre quienes quisieran que las condenas judiciales (todas las
condenas) se cumplan con las menores excepciones posibles. Pero no puedo dejar
de notar lo que parece una insistente paradoja: El Ejecutivo aparece en todas
estas crisis, al mismo tiempo, como promotor de beneficios y como objetor a los
mismos. En cualquiera de estos casos ¿no habría sido o sería más limpio el
procedimiento si el Consejo Técnico Penitenciario retirara los informes que ha
emitido a favor de los beneficios solicitados, antes de poner al Ejecutivo a
litigar contra el propio Ejecutivo?
No veo,
honestamente, manera de poner fin a la repetición de estas paradojas sin
encarar de una buena vez la refundación, no la simple reforma, de nuestro
sistema penitenciario.
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