El caso Egoavil Julcamira
César Azabache Caracciolo
He estado siempre y me mantengo en desacuerdo con reimplantar
la pena de muerte. Respeto cualquier posición contraria, sobre todo cuando
proviene de reacciones impulsivas ante casos como el de Egoavil Julcamarca.
Pero una cosa es entender esta reacción, y otra distinta, respaldarla en sus
consecuencias.
Los impulsos subjetivos nunca ofrecen un respaldo
institucionalmente sostenible para organizar reformas institucionales. Más allá
de las impresiones subjetivas que dejan crímenes como éste, a largo plazo la
pena de muerte está destinada a la misma suerte que los trabajos forzados, la
tortura y las mutilaciones: Ser abolida como condena judicial. Reimplantarla es
un despropósito. Nótese que el régimen de Fujimori de los 90 (el más proclive a
contradecir los tratados sobre derechos humanos) no pudo reimplantarla, pese a
todos sus esfuerzos. Insistir en ella sólo provocaría que nos estrellemos
contra la pared de la historia. Y claro, nadie quiere estrellarse contra
ninguna pared. Por eso, el tipo de respaldo que convoca este tipo de reacciones
(fundamentalmente impulsivo) se diluye con el paso de los días.
En los últimos 20 años el debate sobre la pena de muerte fue
parcialmente resuelto en base a una teoría que podríamos llamar del margen de
error del procedimiento judicial. La teoría sostiene que los tribunales no se
equivocan por falta de capacidad, sino porque es imposible establecer reglas
que reduzcan la probabilidad de error del procedimiento judicial a cero. Claro,
en diferentes condiciones, distintos tribunales trabajarán con tasas diferentes
de error, mayores en algunos casos, menores en otros. Pero la teoría afirma que
siempre existirá algún margen de error, y que por eso la ley implementa
remedios como la revisión de sentencias y la indemnización por decisiones
injustas. Pues bien, dado ese inevitable margen de error, es sencillo promover que queden prohibidas
decisiones definitivas o irrevisables, como la mutilación de extremidades del
cuerpo o la ejecución del condenado.
La teoría del margen de error ha pretendido en todo este tiempo
ofrecer un argumento complementario, de tipo institucional, a cualquier
posición moral y jurídica contraria a la pena de muerte. Podemos partir de
posiciones morales distintas e incluso antagónicas. Pero el margen de error de
los procedimientos judiciales es indiscutible. De ahí la utilidad de la teoría.
Ahora bien, entiendo que sea difícil aceptar esta teoría como
límite para reaccionar ante casos como el de Egoavil Julcamira. Aquí el acusado
ha confesado su crimen. Los casos horrendos nos imponen la necesidad de una
explicación rápida. Creer al confeso ofrece una excelente coartada subjetiva
para cerrar el caso y olvidar la tragedia humana que se revela a través de él.
Pero al final ¿la confesión del acusado forma una verdadera diferencia moral
entre un caso y otro? ¿Acaso es posible asumir que una confesión por el hecho
de serlo determina la verdad de los hechos? En lo personal, no lo creo. Siempre
es posible que el acusado mienta o que, al menos, no diga toda la verdad. La
confesión no puede, por ello, marcar una diferencia de tipo moral cuando se
discute sobre condenas irrevisables como la muerte.
Los problemas éticos fundamentales no se cierran nunca de
manera definitiva. Revisarlos continuamente es correcto. Pero es preciso no
olvidar que en estos debates, el tiempo, estabiliza siempre las reacciones
basadas en impulsos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario