¿Se pierde la lucha contra la corrupción?
César Azabache Caracciolo
Tal vez desde el punto de vista legal los casos apoyados en videos no sean
los más graves que enfrenta la justicia. Otros asuntos, como el caso Colina, el
tráfico de armas de las FARC, los casos de apoyo y extorsión al narcotráfico o
las comisiones ilegales por la compra de los MIG merecen ante la ley condenas
de mayor envergadura. Pero los casos apoyados en videos representan mucho,
porque han marcado una huella imborrable en la memoria colectiva que impulsó el
proceso anticorrupción. El origen y el destino del sistema anticorrupción están
atados simbólicamente a la suerte que puedan tener estos procesos. Por eso se
entiende que el acuerdo de colaboración de los hermanos Winter (que al fin y al
cabo representa una rendición clara de la defensa) haya sido aceptado
socialmente sin demasiado esfuerzo. Y se entiende también que la Procuraduría y
la Fiscalía expresen abiertamente su satisfacción por el éxito de la defensa
del Estado en la primera instancia del caso Croussillat en Argentina.
Pero en particular el
destino final de éste último caso es todavía incierto. El Estado ganó la
primera instancia del caso Croussillat, pero todavía falta una apelación. Pasados
ya cuatro años desde el inicio del proceso, el éxito definitivo podría llegar cuando
esté casi vencido el tiempo para enjuiciar a los acusados. El tiempo es, en
estos asuntos, un factor altamente corrosivo. Deteriora la imagen que puede
ofrecer el resultado del proceso. Y es que las terminaciones por prescripción o las liberaciones por beneficios
penitenciarios rápidos son socialmente difíciles de explicar.
Quizá esta sea la
principal paradoja que debemos enfrentar. Cuesta entender que asuntos tan
visibles merezcan condenas aparentemente menores. Acostumbrados como estamos a
debatir sobre condenas a perpetuidad o a 30 años, muchas de las condenas
posibles en casos de corrupción nos terminan pareciendo diminutas. Pero no se
trata de cambiar las leyes para ponerlas a la medida de nuestras preferencias
personales. Se trata, al contrario, de reordenar nuestras expectativas para
hacerlas proporcionadas y razonables. Y esto significa reconocer lo avanzado, que
no es poco, aprovechar positivamente lo logrado y relanzar el debate sobre
justicia y corrupción para tener claro, como sociedad, hacia donde vamos ahora,
cinco años después del inicio del proceso.
Tal vez no nos hemos
preparado colectivamente para comprender en toda su dimensión que el proceso
anticorrupción iniciado a finales del año 2000 tiene que terminar en algún
momento. Quizá no sea mañana o pasado, pero tiene que terminar, y no por una
ley de amnistía u otra medida abrupta, sino por una conclusión ordenada y
socialmente útil de los principales casos anticorrupción. Para poder hacer
esto, es probable que muchos casos, los menos importantes, deban ser
transferidos en algún momento al sistema ordinario para concluir allí. Pero al
mismo tiempo, la justicia ordinaria debería comenzar a absorber, impregnarse y
desarrollarse en base a la enorme reserva moral que se ha acumulado en jueces,
fiscales y procuradores y abogados que ahora forman parte del Estado y han
lidiado con asuntos sumamente complejos de manera óptima. En lugar de apostar a
mantener esa enorme reserva moral acumulada aislada; en lugar de intentar expandir
esa pequeña isla cada vez más hacia asuntos distintos a los que le dieron origen,
deberíamos apostar por un balance honesto del proceso y reforzar, a partir de esta
experiencia, el sistema judicial que queremos todos.
Quizá con eso detengamos
el daño que el tiempo y el retraso pueden hacer sobre una de las mejores
experiencias que hemos logrado en materia de justicia.
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